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La mayoría de las víctimas de los etarras no tenía relación alguna, fuera de la común ciudadanía, ni con sus asesinos ni con su círculo comunitario

Puede sonar extraño, pero el hombre europeo no comenzó a ser libre sino cuando consiguió el anonimato. Lo cual exigió un cambio estructural de la sociedad en que vivía, el cambio que en términos de Ferdinand Tönnies implicó transitar del modelo de la Gemeinschaft al de la Gesellschaft, de la comunidad a la sociedad. En la primera, en el grupo pequeño (la familia, la tribu, el pueblo) se vive cara a cara, las relaciones interhumanas son densas y ricas, cada uno conoce su lugar y su papel, la cohesión se produce casi mecánicamente, sus valores son la lealtad y el reconocimiento. De manera muy distinta, en la sociedad los seres humanos son anónimos y sus relaciones impersonales, su modelo es el del acuerdo interesado y reina la frialdad; sus valores apuntan a la norma abstracta. Son dos tipos ideales, claro está, pero describen los puntos extremos del tránsito del hombre occidental desde el Medioevo a la Modernidad. A la vez que explican a la perfección esa «nostalgia de comunidad» que impregnó a los padres fundadores de la sociología moderna y sigue afectándonos a nosotros mismos, cuando criticamos las insuficiencias del mundo. Porque, aunque no se reconozca explícitamente, el modelo de la comunidad –fuera o no real– funge como el paraíso perdido. Por eso, entre otras cosas, la nación del nacionalismo, la tradición del conservador, o la clase social del marxista, se imaginan como una comunidad.
La magnífica y conmovedora recreación literaria de Fernando Aramburu del terrorismo etarra (‘Los peces de la amargura’, ‘Años lentos’ y ahora ‘Patria’) ha optado casi siempre por situar a sus personajes y su drama en el marco de una comunidad limitada de algún pueblo guipuzcoano o de un barrio obrero/rural de San Sebastián. Unos grupos humanos donde predominan las relaciones vis a vis y donde todo el mundo se conoce y cada uno tiene ganada (o averiada) su estimación. Unas comunidades donde los jóvenes se socializan, sobre todo, en un cerrado grupo de iguales impermeable a lo de fuera. Donde los chamanes tradicionales siguen siendo respetados con deferencia y pueden inculcar doctrina en los paseos montañeros de los domingos.
Esta localización ha permitido a Fernando Aramburu recrear, con impactante y dramático verismo, la situación de aislamiento comunitario en la que irremisiblemente ingresaban los convecinos del pueblo marcados por la pintada (Chato txibato) o por el comentario susurrado. Lo que desespera y casi enloquece a tantos y tantos personajes ficcionados por Aramburu (hasta llegar al suicidio como el Zubillaga de ‘Enemigo del pueblo’) no es sólo ni tanto la amenaza directa de la violencia, sino sobre todo la exclusión brutal e inmediata de que han sido objeto por sus convecinos, por sus amigos, por la cuadrilla, por las comadres y por el párroco. Incluso por el propio hijo en ocasiones. Los marcados se vuelven invisibles para el pueblo, las miradas se desvían a su paso, el silencio atruena su entrada en el bar o la carnicería, el ostracismo se hace palpable. Es el poder terrible de la comunidad pequeña, de las Gemeinschaften vascas en este caso. Y es que a cambio de unas relaciones calientes y ricas, se concede a la comunidad un poder desmesurado: el de excluir, que es casi como morir.
Tan fuerte es la raíz de la pequeña comunidad que Bittori, la esposa del asesinado y heroína sombría de ‘Patria’, opta al cabo de unos años por volver al pueblo para exigir con su presencia, de manera pertinaz e implacable, que se reconozca por los vecinos y, ante todo, por la antes amiga familia del etarra implicado en el asesinato, que se reconozca, digo, que a su marido se le excluyó y se le mató sin razón. Quiere que se le pida perdón y se le restablezca su estatus en la comunidad. Poco le ha importado el juicio y la condena de los culpables por los tribunales, ella lo que quiere es que se restaure al Txato allí donde pertenecía, en su pueblo. Sus hijos no la entienden, ellos han preferido desligarse de ese pueblo y esa infancia de mal recuerdo, han ingresado en la Gesellschaft ciudadana donde intentan rehacer su vida después de perder al padre, pero Bittori no ceja en su persecución de reconocimiento. Hasta lograr que el etarra le pida perdón y que, en un cierre final asombrosamente conseguido, que la otra heroína sombría del libro, la Miren amiga de la juventud y madre del etarra, la abrace en la plaza del pueblo, a la vista de todos.
Este marco de relaciones humanas densas entre víctimas y victimarios es el recreado por Aramburu con emoción y cálculo para hacer llegar al lector la sinrazón y la injusticia de la violencia terrorista etarra. Es su libre opción como creador y no cabe sino agradecerle la maestría con que teje y desteje la urdimbre. No se lean estas líneas como crítica, por eso, sino como acotación marginal de lector.
Y es que hay un problema al deglutir el libro: el de ceder a la tentación de extrapolar el marco del relato y pensar que todo el terrorismo etarra ocurrió en ese marco de relaciones pueblerinas densas y casi familiares. Y no fue así, el caso de ‘Patria’ es sociológicamente excepcional. De acuerdo, una novela no es un ensayo de sociología, ni debe serlo. Pero es algo más que una pura ficción, es también una propuesta de comprensión de una realidad. Y lo cierto es que la mayoría de las víctimas de los etarras no tenía relación alguna, fuera de la común ciudadanía, ni con sus asesinos ni con su círculo comunitario. Los cientos de guardias civiles y policías muertos, la mayoría de las víctimas, y sus viudas e hijos, no eran del pueblo ni vivían en él. No fueron excluidos de una comunidad ni pueden restaurar lazo alguno con los que les excluyeron de la vida porque vivían en la sociedad anónima y eran ellos mismos anónimos. El trayecto emocional que recorren Bittori y Miren desde la amistad íntima al odio y luego a la final reconciliación no puede ser recorrido por casi nadie más, porque casi todas las muertes ocurrieron como todo ocurre en la Gesellschaft: de manera anónima. Por eso, creo, tantas y tantas víctimas hablan de justicia y no de reconciliación. Porque no son del pueblo.

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