«El nuevo gobierno deberá hacer frente a un universo complejo, con amenazas internas y externas. Para alcanzar buen puerto en esas materias, vamos a necesitar estabilidad política. Nos enfrentamos de nuevo a la disyuntiva de escoger una gran coalición a la alemana o un pacto de perdedores a la portuguesa»
España necesita estabilidad política y a tenor de los resultados de ayer no parece que la vaya a tener. Salvo un arrebato de sensatez y patriotismo de última hora por parte del PSOE, aquí vamos hacia una italianización de la política española, o hacia la posibilidad de un pacto a la portuguesa. De todos modos, nadie puede negar que el Partido Popular ha ganado y ha sido el partido más votado en la inmensa mayoría de las circunscripciones. No ganó Podemos, como ayer daba a entender algún canal de televisión. Con el sistema mayoritario británico, Rajoy sería el presidente. Con la segunda vuelta francesa, tal vez algunos se lo pensarían. Pero estamos en España y me temo que más que una solución a la alemana, vamos a sufrir un gobierno respaldado por cinco o seis fuerzas de izquierda, aplaudido por los nacionalistas catalanes y vascos, toda vez que el eje Sánchez-Iglesias se comprometió a poner en marcha la rifa de España.
Conviene insistir, para que no se instale otro falso paradigma, en que las elecciones las ha ganado el PP. Eso sí, el partido en el Gobierno pierde más de 16 puntos de apoyo electoral con respecto a las generales de 2011. Los populares pagan ahora el no haber hecho política; orillar en exceso la ideología, que ha sido el motor de la izquierda estos últimos cuatro años; no haber puesto más pensamiento; confrontar lo que hace progresar a un país en libertad y lo que puede suponer la vieja izquierda. Amén del lastre que implica la corrupción y su carente estrategia de comunicación, resumida en haberse suicidado con las televisiones.
El bipartidismo sufre, pero, pese a todo, se mantiene. Creo honestamente que su fin sería una mala noticia para España. Se pierde estabilidad a cambio de nada. En los últimos quince años, los países que más han crecido en la UE –incluso por encima de la media– fueron Gran Bretaña y España. Los dos con un sistema de bipartidismo casi perfecto. El país que menos creció fue Italia, con gobiernos inestables que llegaron a estar en manos de cinco partidos. Por eso sería bueno que el PSOE se plantease seriamente darle estabilidad a un gobierno del PP, ya que con los resultados de ayer, Pedro Sánchez no está legitimado para ser investido presidente del Gobierno. Es cierto que ha salvado el segundo puesto, pero empeora la catástrofe de Rubalcaba.
La situación no es buena. Nadie espera de Pedro Sánchez sentido de Estado o de la historia. Al contrario, querrá apurar hasta el final cualquier posibilidad que lo convierta en primer ministro. Ya lo demostró en los ayuntamientos. En un país normal, en favor de la estabilidad, esto debería arreglarse con una coalición de los dos partidos de Estado, PSOE y PP, pero con la tradición de deslealtad institucional que nos caracteriza, me temo que no va a ocurrir. Estamos obligados, sin embargo, a invocar y defender el ejemplo alemán, la lealtad del otro partido más votado.
Aun cuando estaba más que anunciado, el respaldo electoral de Podemos es la otra gran noticia de la jornada de ayer. Parece que España es sociológicamente de izquierdas. Ellos han sabido recoger el enfado de algunos sectores de la población, a los que han prometido no solo vengarse por ellos, sino una arcadia en la que te puedes independizar de España, vivir sin trabajar y alcanzar niveles nórdicos en calidad de vida sin generar riqueza ni fomentar la libre iniciativa. Pero hay algo que me irrita especialmente en el discurso de los podemitas y que nadie contesta. Según ellos, su éxito acaba con el bipartidismo y «se recupera la soberanía popular». Semejante afirmación es de una gravedad extrema. Esto quiere decir que la voluntad de todos los españoles que han venido votando desde 1978 no era soberanía popular, porque no estaba Podemos. El revisionismo permanente, la adaptación de la historia a nuestra conveniencia y el empeño en cargarse la Constitución de 1978 porque una parte de la sociedad no la votó forman parte de su argumentario deslegitimador. ¡Ni los norteamericanos actuales estaban allí hace más de doscientos años, y ya nos gustaría…!
Ciudadanos y Albert Rivera empezaron la campaña con una fuerza inesperada y muy esperanzadora, pero, por alguna razón todavía no diagnosticada con certeza, han protagonizado un lento retroceso, confirmado en los resultados. Magníficos, de todos modos, si se toma en consideración que carecían de representación alguna. Albert Rivera y su partido, a pesar de todo, están llamados a jugar un papel relevante en los emocionantes tiempos venideros de la política española. Tanto, como que su apoyo resultará fundamental para hacer posible la gobernabilidad del país. Su corpus ideológico, pendiente de matizar y definir en toda su extensión, se vislumbra más cercano a los planteamientos del PP que a una izquierda demasiado escorada.
El nuevo gobierno deberá hacer frente a un universo complejo, con amenazas internas y externas. Para alcanzar buen puerto en esas materias, vamos a necesitar estabilidad política. Nos enfrentamos de nuevo a la disyuntiva de escoger una gran coalición a la alemana o un pacto de perdedores a la portuguesa.
Y al final, como tantas veces ocurre, la jornada nos sirve de nuevo para reflexionar sobre la ingratitud. Mariano Rajoy trató de salvar a España de la quiebra económica y lo logró. Pero al igual que a Churchill, tras la Segunda Guerra Mundial, sus ciudadanos no le correspondieron. Es la ingratitud de la democracia, es así, amén de un buen número de errores de los que fue advertido con tiempo; pero no quiso escuchar. Y es que solo quienes trabajan para favorecer a los demás llegan a conocer el verdadero rostro de la ingratitud.