El sistema jurídico diferencia lo que es terrorismo de lo que no lo es. Y la distinción tiene que ver con el concepto mismo del delito, no con la gravedad de los hechos.
Existe un principio regulador del uso de los términos en el discurso político: el de que hay una relación directamente proporcional entre la indeterminación de un concepto y su fuerza semántica y movilizadora. Cuanto más indeterminado sea el concepto, más fuerza posee. Lo vemos de continuo: invoque usted el ‘derecho a decidir de la gente’ y verá cómo no hay nadie capaz de oponerse a su reivindicación, a pesar de que el ‘derecho a decidir’ ayuno de determinaciones (las de ‘qué’, ‘cómo’, ‘quién’ y ‘para qué’) es apenas un concepto que pueda ser analizado o pensado. Lo mismo sucederá si lo que se invoca es ‘el cambio’, que puede ser que movilice muchas voluntades a pesar de que si no se concreta ‘qué’, ‘cómo’, ‘para qué’ se cambia, apenas si hay significado.
Pero así es en parte la política: no funciona como la filosofía, el Derecho o las ciencias, en donde un concepto vale en tanto en cuanto está determinado a fondo, sino al revés. Y por eso mucha política consiste, en gran parte, en la habilidad de construir un discurso con términos semánticamente ricos y popularmente positivos, por mucho que sean inconcretos. Dicho de otra forma, si es usted político, ¡no deje que le enreden con los detalles!
Perdón por la pedante introducción, pero es que sucede que el de ‘víctima’ se ha convertido en la realidad política contemporánea vasca en uno de esos términos de fuerza garantizada y de legitimación inmediata: quien pueda presentarse como ‘víctima’ tiene hoy en día garantizada la audiencia y, además, suscita emociones fuertes de empatía, solidaridad y apoyo. Apoyo no sólo a su persona, sino también a la causa que defiende.
Ahora bien, como en los casos anteriores, es conveniente para el usuario que la apelación terminológica sea indeterminada o inconcreta: ‘víctima’, sin más, o como mucho ‘víctima de la violencia’, teniendo en cuenta que el de ‘violencia’ es un término que arrastra la misma inconcreción que el de ‘víctima’.
Sin embargo, sucede que para el ser humano el pensar (el hacer uso de su razón) consiste precisamente en determinar los conceptos y las ideas, en hacer distinciones allí donde el político en época electoral no quiere hacerlas, en distinguir unas y otras situaciones mediante las palabras correctas. Eso es pensar, lo otro es hacer discursos. Y voy al grano. Entre las víctimas de nuestro pasado violento (todas ellas víctimas) hay unas que fueron víctimas del terrorismo y otras que fueron víctimas de los excesos criminales cometidos por las fuerzas de seguridad en la lucha contra el terrorismo. Todas iguales en cuanto víctimas pasivas, pero profundamente diversas en lo que se refiere al delito activo de que fueron víctimas: unas lo fueron de un delito de terrorismo, otras de delitos de tortura, asesinato o abuso de autoridad. Muchos dirán: ¿Es que no es terrorismo el delito cometido por unos guardias civiles al torturar y asesinar a unos detenidos inocentes? Y la respuesta es tajante desde el Derecho: no, no lo es y no lo fue. No existe ‘el terrorismo del GAL’.
Y no porque lo diga la Ley de Víctimas del Terrorismo actual, sino porque el concepto de terrorismo en el Código Penal (el español, el alemán o el mexicano), en las leyes europeas y en la legislación de Naciones Unidas incluye unos requisitos para serlo (los de perseguir el aterrorizar a una población para lograr cambios en su sistema político institucional) que no concurren en el caso del detenido masacrado por ser quien era, pero sin ninguna intención de aterrorizar con ello a la población ni de conseguir cambios en su institucionalidad constitucional. Las víctimas del terrorismo son víctimas ‘vicarias’, sacrificadas en aras de una finalidad política, las de los excesos policiales no.
El sistema jurídico ha distinguido siempre, con sus expresas determinaciones, lo que es terrorismo de lo que no lo es. Y la distinción no tiene que ver con la gravedad de los hechos, su odiosidad o la repugnancia que nos causen. Ni con la víctima de unos u otros. Tiene que ver con el concepto mismo del delito, en concreto con la intención subversiva del orden democrático mediante el terror de la sociedad. Es a la sociedad a la que se quiere imponer la voluntad del terrorista, no a la víctima concreta.
Por eso, respetando siempre la igualdad básica de los derechos de todas las víctimas (las del terrorismo, las de los excesos, las de la violencia de género o las de pederastia), la sociedad puede y debe distinguir entre las víctimas del terrorismo que murieron por el otro generalizado que es la sociedad y otras víctimas. La justicia no exige tratar a todos por igual, sino tratar igual a los que son iguales y tratar desigual a los que son desiguales. Las víctimas son iguales en ciertos aspectos, no lo son en otros. De ahí que la sociedad pueda, sin merma alguna de la justicia, distinguir y tratar de manera parcialmente distinta a cada clase de víctimas. Por ejemplo, en su recuerdo.
Estoy seguro que muchos pensarán al leer esta opinión mía: pero bueno, ¿por qué se empeña usted en distinguir entre víctimas de un delito u otro? ¿No es más fácil y más cómodo meter a todas en el mismo saco? ¿No es lo que le gusta a la sociedad actual? Y yo podría contestarles que lo hago por higiene intelectual y moral. Pero, en realidad, creo que más revelador es formular la pregunta al revés, hacérsela a los que batallan por no distinguir lo que es diverso: ¿por qué se empeñan en mezclar, en confundir, en englobar, lo que es distinto? ¿Qué persiguen al intentar construir una memoria social hecha de términos genéricos no determinados ni matizados? En el fondo, amigo lector, usted lo sabe, ¿verdad? Pues eso