El rostro sonriente de Omar Siddique Mateen ha copado las portadas de la prensa horas después de la matanza perpetrada en Estados Unidos. El asesino, una vez más, ha logrado convertirse en primera página, transformándose, gracias a su brutal crimen en una suerte de vanguardia social entre los seguidores del islamismo radical. Un fanático miserable representado simbólicamente como el verdadero creyente, aunque escondiendo su crueldad bajo la normalidad de un privilegiado encuadre en la prensa. Porque esa obsequiosa celebridad obtenida a través de su brutalidad le permite sin embargo que sus víctimas le desprovean de la ideología motivadora de sus actos con una peligrosa candidez: “Este crimen nada tiene que ver con la religión”, “Se trata de un crimen de odio”.
Así se borra la islamización del fanatismo y del radicalismo que le ha llevado a asesinar a sangre fría a decenas de seres humanos y que ha desarrollado mediante una determinada interpretación del Islam. Una religión, el islamismo radical, que aporta sentido a identidades individuales fracasadas con el refuerzo de otras colectivas que les dotan de alguna lógica. Una religión que le reporta al asesino un proyecto vital y un marco justificativo para las conductas criminales y transgresoras a pesar de la superficialidad de los conocimientos teológicos que en muchos casos exhiben. Y precisamente por ello suena absolutamente implausible esa exculpación del padre: “Esto no tiene nada que ver con la religión”; casi idéntica a la que en la portada de un diario nacional profirió también el progenitor de Mohammed El Khazani, el terrorista que en agosto de 2015 intentó perpetrar una masacre en el tren con destino a París procedente de Bruselas: “Mi hijo solo es culpable de terrorismo por pan, no tenía para comer”, “¿Por qué iba a querer matar”. Esa era la pregunta retórica que con aparente ingenuidad se formulaba el padre del criminal entonces, como ahora el primogénito de Omar Mateen explica el impacto que le causó a su hijo ver a dos hombres besándose, deslizando una coartada no requerida con la que transferir la responsabilidad por su maldad.
La indecente contextualización y distorsión del crimen se ha convertido ya en norma en sociedades que rehúyen afrontar las raíces del fanatismo causante de masacres como la que acabamos de presenciar. Se ha encontrado en el sintagma “extremismo violento” el eufemismo perfecto para eludir la causa del mismo: el islamismo radical. Y así incurren muchas de las estrategias frente a la radicalización violenta en la inexcusable contradicción de reclamar el apoyo de las comunidades musulmanas para condenar, y repudiar el terrorismo mientras se desvincula esa violencia del Islam. Precisamente porque esa minoría que perpetra la violencia comparte preceptos ideológicos con la mayoría que dice condenarla es por lo que recae sobre ella una mayor responsabilidad para deslegitimar este tipo de terrorismo inspirado en una religión a la que se teme criminalizar. Ese temor inhibe necesarios desafíos, confundiendo la imprescindible vinculación entre los actos violentos y las ideas religiosas que los inspiran con una inapropiada demonización genérica de toda una confesión que, no obstante, está obligada a la autocrítica.
En su libro The Islamist Ed Husain admite esa decisiva responsabilidad de elites religiosas y cómo se ha subestimado la raíz ideológica de una violencia de la que él se distanció mientras sigue seduciendo a tantos. La fascinación por la violencia yihadista es claramente anterior a la eclosión del “Estado Islámico”, si bien se ha intensificado con los éxitos de esta organización terrorista. Reveladora resultaba la portada con la que la popular revista norteamericana Rolling Stone ilustraba su número del 1 de agosto de 2013. La fotografía de Dzhokhar Tsarnaev, autor del atentado de Boston en abril de ese año en el que fueron asesinadas tres personas y heridas más de doscientas, ocupaba toda la portada normalmente destinada a célebres artistas del momento. El alcalde de la ciudad denunció que la revista concedió al terrorista un privilegiado tratamiento como si se tratara de una “celebridad”, reforzando un peligroso mensaje: el terrorismo otorga “fama” a sus responsables y a “sus causas”. Las ventas del controvertido ejemplar se duplicaron como consecuencia de una historia en la que la presentación del terrorista evocaba a la de una “estrella de rock”.
El terrorismo inspirado en el denominado “Estado Islámico” ni siquiera precisa ya reivindicación. Los medios le facilitan a menudo esa publicidad sin el necesario contraste periodístico. Se ha consolidado ya el terrorismo yihadista de dicha formación como moda y tendencia hasta el punto de que cualquiera de esos autoerigidos “verdaderos creyentes” puede acometer atrocidades en el nombre de una entidad cuya imagen engrandecen los propios medios y las elites políticas. En el tiempo del márketing político, el terrorismo inspirado en ese sanguinario grupo se reproduce gracias a la centralidad de una afamada marca cuyos mensajes resuenan con una eficaz sincronía entre narrativa y acción. Paradójicamente parte de ese éxito obedece a la ineficacia de estados democráticos dotados de mayores e incomparables capacidades que, no obstante, desaprovechan, como revela un ejemplo. La semana pasada la Asociación de Periodistas Europeos y el Ministerio de Defensa del Gobierno de España organizaron un seminario de revelador título: “Europa amedrentada: la amenaza del yihadismo”. El póster publicitario con un encapuchado empuñando un arma junto a la Torre Eiffel evocaba los salvajes atentados de 2015. La primera derrota frente al terrorismo es la del lenguaje y la de la imagen del derrotismo y la impotencia.