Veinte años después, a menudo tengo la tentación de pensar que lo único que ha merecido la pena ha sido mi hijo Íñigo. En julio de 1997 yo estaba embarazada de mi primer hijo. Recuerdo con emoción la liberación por parte de ETA de Cosme Delclaux y la liberación, gracias a la Guardia Civil, de José Antonio Ortega Lara, después de un martirio de más de 500 días. Recuerdo como si fuera ayer el momento en el que me enteré de que ETA había secuestrado a un compañero mío de Ermua y la angustia de las 48 horas del chantaje terrorista. Recuerdo que el hecho de estar embarazada me ayudó a poner una cierta distancia emocional con todo lo que aconteció esos días.
Mi ginecólogo me llamó el viernes 11 de julio para prohibirme taxativamente acudir a cualquier tipo de manifestación que se organizara y sugerirme que intentara no implicarme demasiado en el drama que en esos momentos estábamos viviendo. No hay que olvidar que hacía escasamente año y medio que ETA había asesinado a Gregorio Ordóñez mientras comíamos en un restaurante de la Parte Vieja, y a mí me había costado un tiempo recuperarme psicológicamente del estrés postraumático.
Veinte años después, revivo los sentimientos agridulces de aquellos días, la felicidad de mi embarazo y la angustia por la vida de ese concejal al que yo no conocía y cuyo terror en manos de los terroristas no podía ni imaginar. Intenté no revivir el dolor y la rabia que había sentido el 23 de enero de 1995, cuando mataron a Goyo; intenté no pensar en el desgarro de sus padres, de su hermana y de su novia e intenté centrarme, de manera egoísta, en la esperanza de una vida nueva y en la ilusión de mi inminente maternidad.
No fui a la manifestación de Bilbao, me quedé en casa esperando a que mi marido volviera y me contara cómo había sido, cómo la sociedad se había volcado y había salido a la calle para exigir a la banda terrorista la liberación de Miguel Ángel Blanco. Unánimemente, el mundo era un clamor, la sociedad civil, los políticos, los medios de comunicación… hasta el Papa habló en favor de Miguel Ángel Blanco. La maldad de los terroristas sacó lo mejor de cada uno de nosotros. Por fin nos rebelamos ante la crueldad y la vileza, por fin fuimos, unos más que otros, capaces de aparcar ideologías políticas y clamar unidos por la liberación de un joven concejal que, sin quererlo, se estaba convirtiendo en un símbolo.
Mi hijo nació el 1 de septiembre y desde entonces he intentado, con más ahínco si cabe, que viva en una sociedad en la que no te puedan matar por pensar distinto ni te puedan secuestrar para convertirte en moneda de cambio. Durante muchos años he creído que merecía la pena robar horas a mis hijos para dedicarlas a trabajar para derrotar a ETA y recuperar la Libertad. El recuerdo de Gregorio, Miguel Ángel, Fernando, José Luis y tantas y tantas personas que fueron asesinadas por defender España y la libertad de todos nos hizo ser más generosos, más valientes y más corajudos en la defensa de unos principios elementales y absolutamente prepolíticos como la vida y la libertad.
El asesinato de Miguel Ángel Blanco removió algo en las conciencias de todos los españoles, incluidos muchos vascos que hasta entonces se habían mantenido de perfil ante la existencia de una banda terrorista y todo su entramado. La reacción social fue tan contundente y tan sincera que creímos que no sólo podríamos derrotar a ETA, sino que podríamos desbancar al PNV de su gobierno hegemónico en Ajuria Enea. No hay que olvidar que, sin utilizar los mismos medios, el nacionalismo en su conjunto defiende el mismo proyecto de ruptura con España, la misma independencia (el árbol y las nueces). El asesinato de Miguel Ángel Blanco nos dio la fuerza y la valentía que teníamos que haber tenido desde el primer atentado de ETA; su crueldad fue tal que no pudimos por menos que rebelarnos contra ETA y el Espíritu de Ermua se convirtió en una marea que nos arrastraba con el grito unánime de “¡Basta ya!”.
La imagen de todos los políticos (menos lo de Herri Batasuna, claro) en la reunión de condena de la Mesa de Ajuria Enea; la familia de Miguel Ángel Blanco en el balcón del Ayuntamiento de Ermua; las manos blancas alzándose al cielo en señal de protesta; los ertzainas quitándose el pasamontañas, dejando sus caras al descubierto y abrazándose con ciudadanos anónimos; los grupos de personas increpando a concejales de Herri Batasuna en las puertas de sus sedes, todas esas imágenes fueron para mí acicate e impulso para trabajar durante muchos años con la esperanza de que no se tuvieran que volver a repetir.
Hace 20 años, quienes hacíamos política en el País Vasco teníamos el respaldo, el cariño y la fuerza de toda la sociedad española. Teníamos con nosotros a un Gobierno de la Nación valiente que no se doblegó ante las amenazas terroristas y que puso todos los instrumentos del Estado de Derecho al servicio de la derrota de la banda terrorista. Medidas judiciales, medidas políticas y apoyo social fueron la mejor combinación para poner a ETA contra las cuerdas.
Podríamos haberlo conseguido, solo hacía falta perseverar, ser tenaces y resistir, cuando las convicciones son firmes merece la pena, pero por lo visto las convicciones no eran lo suficientemente firmes. La ética se convirtió en estrategia y, 20 años después, la Memoria, la Dignidad y la Justicia que reclamaban las víctimas del terrorismo se han convertido en artesanos de la paz, reconciliación y tabula rasa.
Casi mil asesinatos después, miles de familias destrozadas, innumerables heridos, secuestrados, extorsionados y una sociedad enferma de cobardía, miedo y falta de libertad, el brazo político de ETA está en la instituciones (donde se les trata por parte de todos los demás partidos como si fueran demócratas de toda la vida), el proyecto político de ETA no ha sido deslegitimado, los asesinos cumplen minicondenas y pasean tranquilamente por las calles de pueblos y ciudades donde no hay ni una sola placa que recuerde a sus víctimas. El PNV sigue gobernando y su descomunal responsabilidad en la historia ha sido blanqueada gracias, entre otros motivos y por citar sólo el último, a su codiciado voto para los Presupuestos Generales del Estado.
Si recuerdo el año 1997, lo único que mereció la pena fue el nacimiento de mi hijo Íñigo…
En julio de 1997 María San Gil era portavoz del PP en el Ayuntamiento de San Sebastián en sustitución de Gregorio Ordóñez, asesinado por ETA el 23 de enero de 1995.