¿QUÉ son los valores? se preguntaba Ortega y Gasset, en un conocido ensayo, en 1923. Y en sus ensayos sobre el progreso (1932), suministraba García Morente una base experiencial para desbrozar la cuestión: «[…] las cosas de las que se compone el mundo, en el cual vivimos, no son indiferentes, sino que esas cosas tienen un acento peculiar que las hace ser mejores o peores, buenas o malas, bellas o feas […]». Desde Brentano a Scheler y Hartmann, pasando por los discípulos del primero –Meinnong y Von Ehrenfelds–, así como por nuestros compatriotas Ortega y Morente, la filosofía de los valores ha venido a conformar ese sugestivo corpus científico que llamamos estimativa o, si se prefiere, axiología. No es este el lugar, ni lo permitiría el espacio disponible, para exponer su completo contenido. Bástenos con recordar sus postulados fundamentales.
Los valores son objetivos, ya que su causa no es el agrado que las cosas nos proporcionan, ni el deseo que las mismas nos suscitan: valorar no es conferir valor, sino reconocer el que las cosas tienen. Poseen cualidad, pues cabe hablar de valores éticos, estéticos, vitales, útiles…. Son polares, porque frente a cada valor se sitúa un contravalor o disvalor ( justo-injusto; salubre-insalubre; útil-inútil…). Tienen, en fin, jerarquía, lo que equivale a decir que unos valen más que otros, así: la bondad, por ejemplo, es superior a la belleza. Conviene, por último, aclarar que si bien los valores son cualidades irreales, es decir, no son cosas, eso no quiere decir que carezcan de existencia; cabría, por ello, decir mejor que su carácter irreal ha de entenderse con el significado de inmaterial o ideal.
Lo que antecede constituye propedéutica adecuada para situarnos ante el gravísimo problema del separatismo, del separatismo catalán y de los de nuevo cuño que éste viene alimentando en tramposa colaboración con el vasco, hoy sorprendentemente vasco-navarro. Se intenta, de nuevo, romper la unidad de España: la unidad, esa propiedad del ser en virtud de la cual –nos dirían los maestros escolásticos– no puede éste dividirse sin que se destruya su esencia. «La piedra, para que sea piedra –decía San Agustín–, debe tener sus partes y naturaleza trabadas en sólida unidad; lo mismo que el árbol, para que sea tal, debe ser uno». Y la unidad es un valor fundamental; es más, constituye un valor fuente de otros valores esenciales para cualquier sociedad, pues la misma propicia la convivencia, el entendimiento, la solidaridad, la cooperación y la armonía, cuando menos. Como ha escrito en estas mismas páginas de ABC el cardenal Rouco: «El problema de España tiene una dimensión moral y ética evidente […] es el primer paso de la solidaridad […] España lleva siglos unida […] es una verdadera comunidad de aspiraciones y de valores, de convicciones profundas […] que han generado una cultura común que nos une a todos […] la unidad de España tiene una raíz moral, porque afecta a la justicia y a la solidaridad […]». Si consideramos, con García Morente, que el progreso es –más que esa palabra «talismán» heredada de la Ilustración, como con fortuna la ha calificado López Quintás–; si consideramos, repito, que el progreso es «la realización de valores por el esfuerzo humano», cabe poca duda acerca de que la unidad de España es un valor moral, y como tal se sitúa en la cúspide de la jerarquía axiológica, pues los valores morales han de interpretarse como la búsqueda de lo mejor. La unidad, como ha reiterado el propio expresidente de la Conferencia Episcopal Española en otro lugar, es un valor moral superior, «[…] porque es la forma histórica, concreta, en la que se configura la comunidad política que asegura a los que formamos parte de ella los bienes fundamentales y esenciales: la garantía de la justicia en su elemento más fundamental de neutralizar la violencia, […] de evitar […] que la sociedad se convierta en un teatro fatal de lucha de ómnium contra omnes [de todos contra todos]; la seguridad de la convivencia y de la cooperación solidaria para la obtención justa y humanamente fecunda del bien común». Es, en efecto, España el nombre de la realidad histórica concreta que debemos cuidar «en la justicia, en la solidaridad, en el amor y en la paz». Ciertamente, como ha subrayado Sánchez Cámara, el separatismo, además de un error político es una auténtica inmoralidad.
Bueno sería que, si el progreso consiste en la realización de valores, la política se orientara en esa dirección, en la de alcanzar, conservar y potenciar valores, no en la de debilitarlos, destruirlos o, lo que es aún más grave, sustituirlos por auténticos disvalores. La política debería emplearse en la tarea de resolver los verdaderos problemas de los miembros de la polis, que son muchos y bien graves, no en creárselos. Se echa en falta una orientación axiológica, esto es, verdaderamente progresista, de la acción política en España.
Si nos preguntamos por la causa inmediata del mal separatista que padecemos, la respuesta es hoy convicción generalizada: el defectuoso diseño y peor desenvolvimiento de lo que se ha dado en llamar Estado de las Autonomías o Estado compuesto, a la fecha más bien descompuesto. No puede negarse la buena intención de muchos de los que lo proyectaron de espaldas a una experiencia histórica no demasiado lejana. Miguel Ángel Ladero, en su volumen Lecturas sobre la España histórica (Real Academia de la Historia, 1998), recoge el siguiente fragmento de una carta que Don Ramón Menéndez Pidal, patriarca de la filología española, dirigiera a Américo Castro desde su forzado exilio parisiense, en marzo de 1939. Dice así: «Ya sabe usted mi principio. Deme usted la España sin fragmentar en bochornosas republiquitas y cualquier cosa que allá pase se remediará en muy pocos años; mientras la fragmentación no se remediará en siglos o nunca». Esto sí que es «memoria histórica». Parece que con razón opinaba Benedetto Croce que «toda la Historia es historia contemporánea». En todo caso, a quienes nos tomamos en serio la virtud de la esperanza, nos gusta recordar aquellas otras palabras que sor María de Agreda dirigiera a Felipe IV con ocasión de otra difícil coyuntura nacional: «Esta navecilla de España no ha de naufragar jamás, por más que llegue el agua al cuello». Así sea.