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La infame sentencia del TEDH ha servido para ver con claridad los muchos errores y, en algunos casos, las traiciones de algunos políticos españoles hasta que, en 2003, se legisló con rotundidad que los terroristas tienen que cumplir sus penas íntegras.

La infame sentencia del TEDH ha servido para ver con claridad los muchos errores y, en algunos casos, las traiciones de algunos políticos españoles hasta que, en 2003, se legisló con rotundidad que los terroristas tienen que cumplir sus penas íntegras.

Lo único bueno de esta sentencia que se olvida de los derechos humanos de las víctimas, si es que tiene algo de bueno, debería ser el propósito decidido de no volver a cometer los errores que se han cometido en la lucha contra los totalitarios y los terroristas que quieren acabar con nuestra libertad y que quieren romper nuestra Patria.

Y entre esos errores están los actuales sistemas de composición y funcionamiento de algunas de las instituciones que hemos ido creando o en las que España ha ido ingresando en las últimas décadas.

En algunos casos se trata de instituciones que se hacen llamar tribunales, compuestos por unos señores que se hacen llamar magistrados, con una palabra que en español se utiliza como sinónimo de jueces. Y que ni son jueces ni son tribunales. O que, al menos, no son jueces, como deben ser los jueces, y que no son tribunales, como deben ser los tribunales. Aunque sus decisiones tengan efectos penales y civiles que llegan a anular sentencias de nuestro Tribunal Supremo y de nuestro Tribunal Constitucional, como ha ocurrido en este caso.

Veamos dos ejemplos: el español Tribunal Constitucional y este europeo Tribunal de Derechos Humanos.

Los que hoy se llaman magistrados del Tribunal Constitucional no tienen que ser jueces, aunque alguno lo sea, y tienen una escasa independencia de los partidos políticos, que son los que los nombran. Una prueba de que su funcionamiento no es el de un tribunal de los normales la tenemos en la numantina resistencia que los miembros del Tribunal Constitucional han presentado a la celebración de oposiciones libres para acceder al Cuerpo de Letrados del Tribunal, prefiriendo la cooptación de juristas sin pasar por el exigente filtro de las oposiciones.

Esto, que se puede decir del Tribunal Constitucional español, ahora vemos que se puede decir también de este TEDH, a la vista de la personalidad del representante español al que se le califica de magistrado, aunque no es juez.

Luis López Guerra ni es juez ni ha acreditado nunca ningún conocimiento jurídico que le habilite para tomar decisiones de la envergadura de la que acaba de tomar. Se trata de un catedrático de Derecho Constitucional y cualquier estudiante de primero de Derecho sabe que ser juez exige dominar muchos más campos del Derecho que conocer el Derecho Constitucional.

Además, para nadie es un secreto que su trayectoria como jurista en distintas instituciones ha transcurrido siempre bajo la protección y al servicio del Partido Socialista, del que no esconde que es un militante distinguido. O sea, que no ha acreditado ni los especiales conocimientos que se deberían exigir para ser magistrado de un tribunal que tiene que dictar sentencias muy trascendentales, ni tiene la mínima independencia para dictarlas.

Por el contrario, su dependencia es total. Y la prueba es cómo ha cumplido las consignas de Zapatero, según reflejan las actas de las reuniones con ETA de los enviados de Zapatero, en las que queda claro que los socialistas españoles habían asumido la exigencia etarra de derogar la doctrina Parot.

No conozco la preparación jurídica de los otros miembros extranjeros del TEDH ni el grado de su independencia política, pero a la vista de lo que ocurre en el caso del representante español, podemos imaginar que ese tribunal ni es tribunal ni es nada y sus magistrados, pues lo mismo.

Puede ser bueno recordar que, cuando yo estudiaba Derecho, allá por los primeros años setenta, existía el Tribunal Internacional de La Haya, en el que el representante español era Don –ni ahora me atrevo a quitarle el Don– Federico de Castro y Bravo, que, por sus publicaciones y méritos, era reconocido universalmente como uno de los mejores juristas del mundo. ¡Qué diferencia con López Guerra! Ésta podría ser una buena conclusión de lo que hoy estamos sufriendo: a partir de ahora, todos los puestos en estos Tribunales deberán ser cubiertos por personas que acrediten su preparación para juzgar en pruebas públicas y abiertas a todos. Y que, por supuesto, sean independientes de los partidos políticos. Para que no tengamos que pasar por humillaciones como la que ahora estamos viviendo

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