“Soc Català i porto barretina i qui em digui res li tallo la sardina” (Soy catalán y llevo barretina y quien me diga algo le corto la sardina.) Esta cantinela pedestre aprendida y berreada en mi más tierna infancia, procuraba ya establecer de forma algo abrupta un cierto empaque étnico en los chiquillos de la época. Eran tiempos en los cuales, a pesar de la dictadura en pleno auge, la toxina de la segregación enfilada hacia los “castellanos” se manifestaba subrepticiamente entre minúsculos signos. Se trataba de señales inocentes en su apariencia, pero en el caso concreto de la cantinela antes citada, la intención era muy explícita. No sólo revelaba la expresión genérica de un impulso xenofóbico primario sino que ya señalaba una funcionalidad concreta. Teníamos claro a quienes había que cortarles la sardina.
En aquel contexto, la fobia hacia el enemigo externo dotaba de cierta osadía tribal un simple gesto que indicara alguna clase de resistencia al supuesto invasor. Eran de nuevo los embriones del único signo diferencial auténticamente relevante en el territorio catalán desde hace más de un siglo; una auto exaltación de las supuestas virtudes comunes que ha llevado siempre implícita una predisposición a la xenofobia. Ni había entonces, ni los hay ahora, otros signos específicos suficientemente destacados que pudieran diferenciarnos entre los habitantes de la península.
“¿Puede enumerarme la lista de tales diferencias que merezcan ser señaladas en la Constitución?”
En mi juventud, cualquier atributo colectivo que distinguiera tangiblemente los catalanes del resto de los españoles se encontraba exclusivamente en el ámbito de las manifestaciones populares o el folclore. Ni la lengua materna representaba en mis primeros años de vida algo claramente distinto, ya que pasábamos de la una a la otra sin apenas percibirlo dada la similitud entre ambas. Los demás distintivos colectivos eran los clásicos tópicos regionales como la avaricia, o la designación de “pueblo laborioso” con la que nos adulaba el dictador Franco.
Sin embargo, resulta chocante como este hábito de exaltar virtudes a los catalanes para intentar tenerlos sosegados se produce siempre a costa de rebajar implícitamente al resto de ciudadanos españoles. Si nos ceñimos al panegírico franquista parecería que los que no vivían en Cataluña eran entonces poco amantes del trabajo (creencia compartida hasta hoy por una mayoría de catalanes). Esta costumbre laudatoria sobre las singularidades de mi región ha seguido hasta nuestros tiempos, ya que en la actualidad, con la excepción de vascos y catalanes, el resto de españoles parecen hallarse huérfanos de hechos diferenciales.
En cualquier caso, resulta insólito que a estas alturas de la democracia española todavía tenga crédito la invocación de rasgos diferenciales como algo suficientemente tangible y objetivo para justificar una estructura administrativa. Tampoco es de extrañar que los nacionalistas catalanes deseen poseer unos signos de identidad únicos, no sólo frente a España sino ante Europa y por todo el orbe. Se halla en perfecta coherencia con la justificación de sus actuales intenciones secesionistas. La gran paradoja del asunto reside en que surgen constantemente relevantes figuras españolas de la política, los medios o la cultura, las cuales continúan alimentando este automatismo sin correspondencia alguna con la realidad. Y lo clasifico como un automatismo dado que el mito de las singularidades y su aceptación (un punto masoquista) por parte de los no catalanes, ha quedado establecido como materia indiscutible y nadie se preocupa en verificar la realidad.
“A estas alturas de la democracia en España todavía tiene crédito la invocación de rasgos diferenciales para justificar una estructura administrativa”
Desde el Rey hasta el último político se esfuerzan en introducir en sus discursos la gran diversidad de España. Es una obviedad innecesaria tratándose de 40 millones de personas si no fuera que viene a reflejar el complejo sobre vascos y catalanes. Hace unos meses el ex presidente Felipe González citaba de nuevo la necesidad de dejar muy claros en la Constitución “los hechos diferenciales catalanes”. En este sentido, desearía exponerle dos preguntas muy concretas: ¿Cuáles son las diferencias significativas que como catalán observa usted en mi persona en relación al resto de los españoles? ¿Puede enumerarme la lista de tales diferencias que merezcan ser señaladas en la Constitución? Si la cuestión se centra exclusivamente (como me temo) en la lengua, opino que el catalán no debería ser motivo suficiente para excepcionalidades y privilegios.
Si además ello es la base de las diferencias, resulta entonces demasiado exigua para fundamentar un concepto de identidad. La enorme semejanza entre el español y el catalán no da lugar a un cambio apreciable en el lóbulo central del cerebro que según parece rige estas cuestiones. Me refiero a cambios en la construcción mental provocados por giros lingüísticos que generan impulsos distintos entre una u otra lengua y que son capaces de modificar determinados rasgos del comportamiento, o sea, la lengua como creadora de peculiaridades en las pautas de actuación. En este caso concreto, tampoco se trata del chino o el árabe. El catalán parece un dialecto del español y viceversa. Lo damos por aceptable como patrimonio cultural de España aunque aquí sólo me estoy refiriendo al instrumento y lo esencial en la cuestión cultural no es la letra sino lo que se hace con esta. Y así entramos en otro supuesto diferencial muy recurrido: la cultura.
La cultura catalana es otro de los automatismos esgrimidos por los ciudadanos españoles, a los cuales una obra teatral, una canción o una poesía en catalán, les parece el núcleo de una cultura autóctona y distinta de la suya. Habría que preguntarles qué entienden por cultura, pero si creemos que es algo más que levantar torres humanas, recolectar níscalos o bailar sardanas, lamento decirles que no existe una cultura catalana como algo específico y acotado. Forma parte de un conjunto ibérico muy amplio que además de incluir Portugal se introduce también en territorios franceses. De la misma manera que hoy no existen entre un ciudadano de Barcelona, Zaragoza, Burgos o París, diferencias relevantes de costumbres y comportamiento tales como para establecer hechos diferenciales tangibles.
“Señalarlo en la Constitución es un contrasentido absoluto pues la Carta Magna debe servir precisamente para establecer lo que tiende a unirnos”
En definitiva, cualquier excepcionalidad basada en signos de identidad, rasgos autóctonos o hechos diferenciales, que establezca además alguna clase de franquicia colectiva, resulta agraviante para el resto de los españoles y atenta a nuestra igualdad de ciudadanos. Señalarlo en la Constitución es un contrasentido absoluto pues la Carta Magna debe servir precisamente para establecer lo que tiende a unirnos. Hoy cualquier español puede hablar como le dé la gana, bailar y comer lo que le plazca, así como practicar las singularidades que se le ocurran pero no es necesaria la norma escrita de estas libertades fundamentales.
No se agobien, los catalanes en nada apreciable nos diferenciamos del resto de los españoles si no fuera porque en los últimos tiempos se ha desbordado el virus xenofóbico y paranoico, latente siempre en las apologías étnicas. Hasta ahora es el único signo diferencial que proviene de aquel rincón mediterráneo pero es transitorio porque ha sido inducido artificialmente y hay síntomas de nuevos anticuerpos que pueden neutralizar la epidemia devolviéndolo todo de allí donde nunca debía haber salido: El Barça-Madrid.