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“La crisis nos ha colocado en un momento de desazón, pero también nos ha hecho remontar el curso vivo de una esperanza. Si escuchamos a España, se sentirá el rumor de una protesta, no referida a asuntos coyunturales, sino al deseo de constituirnos de nuevo en una gran nación.”

“La crisis nos ha colocado en un momento de desazón, pero también nos ha hecho remontar el curso vivo de una esperanza. Si escuchamos a España, se sentirá el rumor de una protesta, no referida a asuntos coyunturales, sino al deseo de constituirnos de nuevo en una gran nación.”

LAS elecciones del próximo 20 de diciembre han sido consideradas cruciales, y hasta calificadas con el grave carácter de lo trascendente. Para todos, deben referirse a una coyuntura de crisis económica, de moral pública y desafío a la unidad nacional, que ha de cerrarse definitivamente. Para algunos, entre quienes me encuentro, los comicios deben responder a ese paisaje indispensable con el ánimo de superarlo, pero no para regresar a las condiciones previas a esta situación dramática de hoy, sino para abrir el camino de la regeneración. Dudo mucho de que la respuesta de fondo a la crisis pase por la defensa de gestiones concretas realizadas en el mandato de Rajoy o de Zapatero. Dudo también de que la solución sea el derribo del «régimen del 78», como si el aprendizaje durísimo de aquellos años, tan olvidados por quienes enarbolan banderas de cambio radical, no hubiera tenido peso alguno en nuestra acumulación de capital cívico como sociedad libre y cohesionada.

Salir del avispero en que podía haberse encontrado España, muerto Franco, es una proeza cuyas imperfecciones no hacen más que resaltar el hilo conductor de aquella empresa memorable. Somos la única nación importante de Europa que sufrió el espanto de una guerra civil en los años terribles de totalitarismo y violencia que vivió nuestro continente entre 1918 y 1945. Pero lo compensamos de sobra siendo el único país que encauzó el paso de la dictadura a la democracia con tan extraordinaria sensatez y generosidad de todos. Por tanto, no creo que quienes se refieren con desfachatez a ese «régimen del 78» al que solo atribuyen fracasos, traiciones de la izquierda y cinismo de la derecha merezcan que los ciudadanos les hagan caso cuando, hablando así del pasado, pretenden vendernos su peculiar futuro.

También dudo de que la respuesta sea una modernización identificada con el rejuvenecimiento, como si un proceso de regeneración nacional pudiera confundirse con jubilaciones anticipadas de personal político o con las no menos precipitadas concesiones de madurez a quienes tan poco tiempo llevan dedicados al servicio público. Un recambio de edades no garantiza nada, y el desaforado culto a la juventud mucho tiene de los mismos males que nuestros inéditos entusiastas dicen querer solucionar. En la liturgia efebocrática hay abundancia de la frivolidad con que se veneran el gesto o la imagen, demasiado de la delgadez del contenido frente a la exuberancia de la forma y sobrado abuso de la confusión entre ser nuevo y ser original, entre ser joven y ser honesto, entre la inexperiencia y la incorruptibilidad. Claro está que aún me convence menos la pretendida relación de nuestros problemas con los pataleos del ignorante anticatolicismo socialista –ese vejestorio anticlerical que se empeñan en querer elevar al rango de laicidad–, o la forma en que Izquierda Unida aliña con vinagre radical la inteligencia y dignidad del Partido Comunista en los años de la transición.

Todas estas dudas proceden de algo que no podía sospechar yo cuando empecé esta larga serie de reflexiones sobre una España en crisis. Y es que, una vez más, este pueblo, este conjunto de ciudadanos que las ha visto de todos los colores como nación hincada en el sentido de la historia, ha alzado su voz. No ha lanzado un solo mensaje programático o de partido, desde luego. Nunca sucede de este modo cuando España se enfrenta conscientemente a circunstancias que ponen en riesgo su supervivencia como comunidad política dotada de valores inalienables. España se levanta, en esas condiciones vespertinas, con perspectivas más amplias que los puntos de vista manifestados en un debate electoral. España se alza como voluntad de vigencia histórica, como revuelta contra su postración, como respuesta a unos desafíos que ya han llegado a considerar que esa condición nacional puede someterse a las distintas maneras de degradación experimentadas durante estos últimos años. No me refiero solo a la cuestión más obvia, que es la impugnación de la unidad de España convertida en cauce por el que discurre la miserable negación de la convivencia tan trabajosamente fermentada. Hay otros modos de quebrantar lo que España significa, convirtiéndola en un mero accidente, en un contrato precario, en un revocable acuerdo cuyas cláusulas nada afirman de nuestra naturaleza nacional.

Los españoles han acabado por perder la paciencia y levantar una voz que convendría atender. Quizá se expresa de forma poco ordenada, como siempre que se habla de aquello que es más grande que nuestra capacidad expresiva, de aquello que revela mayor espíritu que la fuerza de evocación de nuestras palabras. Quizá se manifiesta con la torpeza de quien empieza a tomar conciencia de sí mismo tras una larga noche de sueño moral. Quizás esa voz es aún prisionera de los límites que señala un escenario electoral, que entalla una ambición nacional en las modestas medidas de algunos liderazgos. Pero, si escuchamos a España, quedará claro lo que nos pide a nosotros que la encarnamos históricamente. Nosotros que la hacemos vivir en nuestro tiempo a sabiendas de que somos portadores de la tradición y los valores de una empresa que rebasa en mucho nuestro interés personal y nuestras aspiraciones inmediatas.

Lo que podría presentarse como desorden e incertidumbre es, de hecho, la petición a gritos de una regeneración nacional. España está avisando hoy mismo que la crisis ha exteriorizado su declive como comunidad consciente de sí misma. Está pronunciando sentencia contra las desganadas formas de hacer política, que parecen tener que elegir entre la pasión desenfrenada o la abúlica contabilidad. Ni en una ni en otra se halla la defensa de una idea de España: una es solo el resultado de los sueños de la razón, y otra el producto de la somnolencia administrativa. España nos pide a todos una actitud patriótica de recuperación de vínculos esenciales entre quienes formamos una nación. No nos pide inmovilismo, sino avanzar por una senda que podamos identificar con lo que somos. No nos pide mirar hacia atrás, sino actuar sabiendo perfectamente cuáles son nuestros valores. Porque ha sido su quiebra la que nos ha llevado a esta oquedad y el pueblo español se ha dado cuenta de ello, de forma más inteligente que quienes pretenden representarlo.

En las elecciones del 20 de diciembre nos jugamos, en efecto, nuestra trascendencia. Y la palabra tiene que tomarse en serio, porque todo fraude ético empieza siempre por una estafa verbal. Las elecciones son trascendentales porque se realizan cuando los españoles han dicho que deseaban superar esta situación radicalmente. Han dicho que querían hallar el significado de su existencia en el cauce de una nación que garantizara derechos jurídicos, pero que también construyera una trama de valores que enderezara nuestra circunstancia histórica. La crisis nos ha colocado en un momento de desazón, pero también nos ha hecho remontar el curso vivo de una esperanza. Si escuchamos a España, se sentirá el rumor de una protesta, no referida a asuntos coyunturales, sino al deseo de constituirnos de nuevo en una gran nación. No solo un conjunto de problemas a resolver con pericia técnica, sino la conciencia de formar parte de una colosal empresa histórica, de una suma de valores irrevocables, de un profundo significado y voluntad de vivir, que se abre paso en tiempos de dificultad, en horas de penumbra.

 

 

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