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La vida humana terrena empieza en la concepción y termina con la muerte. Por lo tanto, la dignidad de la persona comienza en la concepción y concluye con la muerte, con independencia de la continuidad de la vida personal y su dignidad más allá de la muerte. Y no hay vidas más o menos dignas de ser vividas. No hay ninguna vida indigna ni carente de sentido.

Es curioso cómo la aceptación social del aborto, uno de los dos peores errores morales del siglo XX, según Julián Marías, ha sido muy superior a la de la eutanasia, acaso por la mayor visibilidad de la persona a la que se suprime la vida, y a pesar de que en el caso del aborto no existe el consentimiento de la víctima. Todo lo que precisa del eufemismo, declara por ello su indigencia moral. Así, se prefiere hablar de «muerte digna» o de «interrupción voluntaria del embarazo». La eutanasia goza de algunos argumentos aparentes y prejuicios a su favor. Se cobija bajo la protección de la libertad. Si un hombre no desea continuar viviendo, habría que respetar su voluntad. Seríamos absolutamente libres para hacer todo aquello que no entrañe ningún daño a otro. Además, no se impone nada a nadie. Todos permanecemos libres. Quien la quiera, la tendrá a su disposición, y quien no, a nada estará obligado. Perfecta libertad. Y acaso el más extendido argumento sea la piedad, el cese del sufrimiento, el supremo mal.

Pero la realidad no favorece a sus defensores. La aceptación de la eutanasia niega la condición personal del hombre, y entiende que la vida no vale en sí misma, sino que se acepta a beneficio de inventario. Cuando el balance es negativo, se repudia. El dolor es un mal, pero no todo en el dolor es un mal. Ni tampoco es el único ni el peor mal. Cuando todos los valores superiores se niegan, sólo quedan el placer y la supresión del dolor. Muchos contemporáneos pretenden que la vida sea una permanente noche de juerga o un eterno jardín de infancia.

No hay ninguna vida humana indigna, ni la del joven sano y fuerte, ni la que se extingue por la edad y la enfermedad. Si no de otras fuentes, al menos deberíamos aprender de los horrores del nazismo. Frente a la eutanasia, se levanta el precepto «no matarás», nunca, ni siquiera por compasión. La idea de un médico o enfermero homicidas constituye, en sí misma, una aberración. El fin de las profesiones sanitarias es la curación y la supresión, hasta donde es posible, del dolor. Y esto último es, cada vez, más real. Lo que necesita la vida que se acaba es amor, compañía y cuidados paliativos, no la inyección letal.

Estamos ante otro episodio de la equivocada relación entre medios y fines. La legalización de la eutanasia pretende que el fin de suprimir el dolor justifica el medio de acabar con la vida. Pero sabemos que esto no es así. Gregorio Marañón afirmó que ser liberal consiste en negar que el fin justifique los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin. Y aquí, el medio es matar. Algo parecido podría decirse sobre la pena de muerte o la tortura. No es posible que el bien surja del mal.

En la valoración de la vida, no caben medias tintas. Nietzsche dijo: «¿Era esto la vida? Bien, que venga otra vez». Sí a la vida, a toda vida, también a la vida terminal.

Las posiciones divergentes sobre la eutanasia derivan de actitudes antagónicas sobre el hombre y la vida. No pueden coincidir quienes, por ejemplo, conciben la vida como un don de Dios, indisponible, por tanto, para el hombre, que quienes la consideran una mera propiedad inherente a ciertos seres. Si hay un derecho a la vida, no puede haber un deber de matar. Entre una concepción religiosa o metafísica y otra materialista o hedonista, es muy difícil encontrar un acuerdo. ¿Existe una vía media conciliadora? No parece que lo sea dejar la solución en manos de médicos, familiares y pacientes. En cualquier caso, los médicos no son meros servidores de la arbitrariedad del cliente o de un familiar en quien, eventualmente, haya podido delegar. Los médicos tienen obligaciones derivadas de la moral general y de la deontología profesional, incompatibles con la idea mercantil de que el cliente, es decir, el paciente, siempre tiene razón.

Otra cosa es que el Derecho deba tener en cuenta la moral social y atenerse a las convicciones dominantes. Pero la solución no es fácil cuando la opinión pública se encuentra radicalmente escindida. La clave se halla, como siempre, en la educación, y en la ejemplaridad de quienes poseen la autoridad espiritual, si es que hoy queda algún residuo de tal cosa. Pero nada tiene que ver la oposición a la eutanasia con la defensa del llamado encarnizamiento terapéutico, ni con la adopción de medidas excepcionales para mantener a toda costa la vida que se apaga. El declive actual de la protección jurídica de la vida tiene mucho que ver con la propagación de una actitud antihumanista y, por tanto, antipersonalista. Lo que está en crisis no es ya la dignidad de la persona, sino la condición personal del hombre. Caminamos, como mínimo, hacia una eutanasia sibilina y vergonzante. Y puede que este diagnóstico sea optimista. La crisis intelectual y moral, en suma, espiritual, de nuestro tiempo parece evidente. Pero no solo de éste. Un personaje de Pérez Galdós, en La corte de

Carlos IV, afirma: «La elevación de los tontos, ruines y ordinarios no es, como algunos creen, desdicha peculiar de los modernos tiempos». Cuando luchan la verdad y la mentira, el bien y el mal, la belleza y la fealdad, lo justo no se encuentra en el término medio. No deberíamos olvidar nunca, y menos en estos tiempos extraviados, pero no desesperanzados, la vieja enseñanza de Antístenes: las ciudades sucumben cuando dejan de distinguir entre el bien y el mal.

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