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Fundación Villacisneros

8 julio 2016

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«En esa triple afirmación, la unidad histórica frente a la impugnación secesionista; la unidad social frente a la explotación de los humildes; la unidad de valores frente al relativismo y el vacío moral de nuestro tiempo, la idea de España reluce de nuevo en estas jornadas de discusión electoral.

Durante la mayor parte de los años de la democracia instaurada en 1978, España ha quedado fuera de las confrontaciones electorales. No quiero decir con ello que no se haya hablado del país ni de sus ciudadanos, naturalmente. Pero lo que se mantuvo en silencio en sucesivas pugnas por obtener el apoyo de los votantes fue el concepto mismo de España. Quizás porque se daba por zanjada una querella que arrancaba de la honda crisis del 98 y se mantuvo en tensión hasta el acuerdo fundamental de nuestra vigente Constitución. Quizás, también, porque se prefirió dejar el asunto a medio hacer, en un murmullo subterráneo, en el que las aguas de la radical problemática de España continuaban fluyendo sin ser vistas, a la espera de que un nuevo ciclo de quiebra de la convivencia las sacara a la luz.

 

Buena prueba de esta manera de esquivar una cuestión no resuelta fue la frecuencia con que, al hablar de España, se utilizaban términos que, en realidad, significan otra cosa. Por ejemplo, se aludía a la sociedad española, no atreviéndose el lenguaje a entrar en palabras más precisas y columpiándose en la inocencia superficial de una expresión despreocupada. O se rebajaba la perspectiva para referirse al país, una palabra que además provocaba jocosas confusiones en el mundo del periodismo desde 1976. O, en el más malintencionado y ridículo procedimiento para no ofender a nadie y conseguir ofender a la mayoría, se consagraba el uso del «Estado español». Lo que cualquier persona sensata entendería como referencia a las instituciones pasó a sustituir la, al parecer, insultante alusión a España.

Algunos hemos ido mostrando nuestra perplejidad e irritación ante el hecho de que, elección tras elección, se aceptara ese retroceso del lenguaje y no supiéramos de qué estábamos hablando, o permitiéramos que el tramposo dialectismo político vedara el uso normalizado de España y, sobre todo, de la nación y la patria españolas. Mientras la torpeza de los gobernantes inventaba juegos de manos grotescos para evitar la referencia a la nación o a la patria, la insolencia del secesionismo multiplicaba los panes y los peces de naciones de pleno derecho y orgullosa exhibición simbólica y emocional, a costa siempre de la única realidad nacional existente, corroborada por una historia centenaria y una voluntad política ininterrumpida.

Ha sido necesaria la llegada de esta crisis abrumadora, para que España vuelva a aparecer en las polémicas más duras, para que nuestra nación e incluso el patriotismo regresen a las mesas de debate. Ha sido preciso que estemos al borde del abismo para que la necesidad de una idea de España nos haya puesto en el sitio del que tantas naciones de Occidente nunca se habían movido. Una conciencia soberana, un sentido de pertenencia a una comunidad, una perspectiva nacional completa es lo que permite a los ciudadanos adquirir su verdadera estatura de pueblos seguros de sí mismos, de personas que solo pueden entender su existencia social afirmando aquello que les singulariza y aquella peculiaridad con la que ingresaron en un orden de civilización del que siempre hemos formado parte. Ahora, a un lado y otro del tablero político, volvemos a oír hablar de España. De la necesidad de hacerse con una idea de España, de la urgencia de empuñar un proyecto que nos anime a constituirnos en verdadera nación.

En esta hora en que España es nombrada de nuevo; en este tiempo oportuno para considerar en qué consiste esta nación cuyo perfil ha sido degradado, conviene anotar qué debe entenderse por patriotismo. La primera de las afirmaciones a realizar es la vigencia de España como nación frente a quienes la han llegado a considerar un mero caparazón institucional, creado por la política expansiva de una monarquía castellana que ha mantenido a pueblos enteros bajo la tiranía de una potencia ajena. España lo es, más allá de los indudables excesos mesetarios de un casticismo anacrónico, porque constituye un largo proceso de integración de territorios y personas impulsadas a construir una sola nación, una nación entera, diversa y consciente del patrimonio de su pluralidad. Desde el inicio de la modernidad, no hay momento histórico que pueda entenderse sin la participación de todas las regiones en la lenta e indeclinable formación de una nación negada ahora por el fanatismo particularista de unos o la soberbia centralista de otros.

España no es solo un sistema de garantías constitucionales. España es el sujeto del que brota nuestro orden político de convivencia. Aludir a la ley cuando otros apelan a lo más profundo de la maduración histórica de una nación ha sido una forma penosa de ofrecer a los impugnadores de España la mayor coartada para sus delirios. España no se defiende mencionando tal o cual artículo de la Constitución. Eso sirve para canalizar situaciones de conflicto, no para establecer el origen mismo de nuestra existencia nacional. Cuando España se constituyó como Estado social y democrático de derecho, en 1978, no hizo más que cobrar forma institucional y tender una red de garantías legales y de aspiraciones a realizar. Pero era España la que tomaba esa decisión, una España anterior, una España ya viva, una España que solo pudo configurarse de ese modo en el orden político porque estaba presente en la marcha de la historia.

Por otro lado, la defensa de la unidad española no debe distanciarse de la cohesión de los españoles. No existe nación donde no hay libertad, decían los liberales del siglo XIX. No hay nación donde no existe justicia, proclamó el pensamiento del siglo XX. La unidad de España no es solo la territorial, sino la que se define por la dignidad de sus ciudadanos, evitando las situaciones de diversidad radical de recursos económicos. No hay nación donde la miseria de unos se acompaña de la opulencia de otros. No puede haber unidad en una patria escindida por abismos sociales que desfiguran el sentido mismo de una declaración general de derechos y, todavía más, el significado de una idea ambiciosa de tradición y destino común de los españoles.

Y, por último, la nación solamente puede existir asumiendo aquellos valores que la han dotado de signos de identificación precisos. Valores compartidos con los que se ha construido Occidente, basados en la herencia del mundo clásico, del cristianismo y de la Ilustración. Pero valores a los que, además, España dio un sentido propio en su deseo de preservar la unidad moral de Europa, de salvar el proyecto libre del hombre, de proteger sus derechos naturales y de garantizar sus espacios de realización en la vida colectiva. En esa triple afirmación, la unidad histórica frente a la impugnación secesionista; la unidad social frente a la explotación de los humildes; la unidad de valores frente al relativismo y el vacío moral de nuestro tiempo, la idea de España reluce de nuevo en estas jornadas de discusión electoral. No es casual que políticos de tan diversa orientación hayan notado esa tremenda ausencia que a todos nos debilitaba. Se trata ahora de encauzar lo que es mera intuición o caprichoso oportunismo en la verdadera reconstrucción de una conciencia nacional. En la invulnerable afirmación de una esperanza.

 

 

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