«Únicamente puede surgir la solidaridad entre los miembros de una comunidad política y hacia los de fuera si los principios de justicia encuentran acomodo en “los enclaves prepolíticos de la solidaridad”, cuyo enraizamiento es cultural, incluyendo en ello lo religioso»
Europa se ha quedado sin moral… Ahora recoge las penosas consecuencias de su conducta espiritual. Se ha embalado sin reservas por una pendiente de una cultura magnífica pero sin raíces». Estamos en una encrucijada a la que mucho me temo que se le pueden aplicar esas palabras de Ortega en 1930. O aquellas más suaves de Robert Schuman, político católico francés y uno de los padres de Europa, que en 1950 habló del «suplemento de alma» que necesitaba nuestro continente. Hoy acaso más que un «suplemento» necesite «un alma entera» (cardenal Lustiger). Con esta metáfora queremos expresar la honda crisis que vive el continente europeo y que dos fenómenos muy duros, en plena virulencia, están destapando y agudizando.
Uno es el yihadismo que mata atacando las libertades y derechos fundamentales y utiliza la religión como pretexto ideológico. El otro lleva tiempo, pero se ha acentuado en los últimos meses: miles de refugiados y emigrantes forzosos desesperados por entrar en la Europa de la «solidaridad». La mayoría lo consiguen sin saber qué suerte les va a tocar, y varios miles han muerto ahogados en el Mediterráneo o asfixiados en camiones. Todos huyen de sus países asolados por las guerras, el hambre, la miseria, las persecuciones políticas o religiosas o el genocidio, y en su huida atraviesan calamidades y extorsiones varias.
Ambos temas tienen una enorme complejidad, que resiste cualquier simplificación, y un altísimo potencial desestabilizador. Ambos lanzan preguntas radicales a nuestro modo de vida y los valores que decimos defender y practicar. La exministra Ana de Palacio ha escrito refiriéndose a la tragedia de los refugiados: «Si los europeos no actúan unidos ante este reto, un sinnúmero de seres humanos continuarán pereciendo en el Mediterráneo y el Proyecto Europeo acabará desintegrándose».
Ambos casos, muy tristes y retadores, hacen presente la ambivalencia de Europa. Se palpa en la arrogancia de un sentimiento de la superioridad europea que existe junto con un escepticismo profundo que lleva a la confusión. La ambivalencia habla de una crisis cultural, moral y espiritual de bastante intensidad, que se prolonga en el tiempo, y que señala en la dirección de un proyecto vital difícilmente sostenible, por cuanto las sociedades europeas estarían viviendo de valores que ellas no sólo no producen ni alimentan, sino que incluso destruyen, a pesar de depender de ellos.
Desde luego la crítica de la encíclica Laudatosi´ al paradigma tecnocrático y al antropocentrismo desquiciado no está pensada solamente para Europa, pero qué bien le viene. El aprecio sincero a los beneficios del progreso tecnológico no impide criticar la tecnocracia (nada neutral) que domina la economía y la política (LS, 109). Confiar sólo en la técnica para resolver todo supone «esconder los verdaderos y más profundos problemas del sistema mundial», pues el avance de la ciencia y de la técnica no equivale necesariamente «a avance de la humanidad y de la historia» (LS, 113).
Así, la tragedia del Mediterráneo se ha tratado durante estos años como «una mera cuestión de administración, de eficacia en la gestión del cierre fronterizo. No se ha abordado como lo que es, una crisis humanitaria que requiere una fuerte sacudida de nuestra conciencia moral y el poner los medios, mediante acciones de política interior y exterior, para no romper tan flagrantemente con los valores que decimos sostener» (F. Vallespín). Es cierto que cuando los problemas se vuelven arrolladores los líderes europeos empiezan a reunirse y a buscar «una política común». Más de dos años después de que el Papa dijese en Lampedusa «esto es una vergüenza para Europa», es cuando Angela Merkel declara que «el tema del asilo podría constituir el próximo gran proyecto europeo en el que demostremos si realmente somos capaces de actuar en común»; y no solo por deber moral, sino por obligación legal. ¡Por fin! De la tecnocracia a la política, pero ¡qué tarde y qué mal!
La UE necesita urgentemente una política común y compartida (que es mucho más que dar fondos a los países socios o hacer declaraciones grandilocuentes a los medios) para afrontar el drama humano de los refugiados e inmigrantes que llegan a nuestro territorio o mueren en el intento. No queda otra alternativa que la valentía, pues habrá que adoptar medidas impopulares (que serán torticeramente utilizadas por los partidos xenófobos): hacer una política de asilo amplia, flexibilizar los requisitos para la entrada regular en los países de la Unión, implicarse en las situaciones de origen e informar sobre los costes y los beneficios de hacer esas cosas. Se trata de hacer política de verdad, no política «barata» (electoralista, populista o nacionalista); política de solidaridad, que tome en serio la acogida y la efectiva cooperación internacional para el desarrollo sostenible. Es abominable que algunos mafiosos trafiquen con seres humanos y hay que luchar contra tales crímenes, pero carece de lógica fiarlo todo a ello y al control fronterizo.
Los costes de una política a la altura del desafío serán grandes, pero muchísimo mayores serán –además del deterioro de humanidad, de incalculable valor– los que vengan de responder solo con muros, vallas y control policial, o de dejar que cada uno de los países afectados (al final, todos) se las componga como pueda. En los parámetros de nuestro mundo, no querer acometer una política europea común es prácticamente renunciar a afrontar esas cuestiones. Por eso se trata de integrar inteligentemente unidad y diversidad en el ejercicio de la soberanía a los distintos niveles de esta. Eso sí, sin olvidar que lo que hagamos afectará a nuestra «alma». C omo Habermas y otros, creo que únicamente puede surgir la solidaridad entre los miembros de una comunidad política y hacia los de fuera si los principios de justicia encuentran acomodo en el entramado de orientaciones axiológicas de carácter cultural, en «los enclaves prepolíticos de la solidaridad», cuyo enraizamiento es cultural, incluyendo en ello lo religioso. Ahí hay «alma». De lo contrario podemos encontrarnos con el «privatismo ciudadano», esto es, con la desmoralización y la utilización de los derechos subjetivos como armas de unos contra otros.
En ese sentido, ante los desafíos del presente y junto con todas las personas y entidades de buena voluntad, la Iglesia –en sus personas, comunidades, centros sociales e instituciones– es una gran fuente de energía moral y de esperanza; tiene un mensaje valioso que anunciar y un testimonio de vida que compartir para que Europa recupere «alma» y «misión». Eso sí, siendo Iglesia «en salida a las fronteras existenciales» de nuestro mundo. Me refiero a fronteras como las dos que he mencionado: la frontera de las libertades fundamentales entre las cuales está la libertad religiosa, que no confunde el Estado laico con la sociedad laica; y la frontera de los derechos fundamentales de las personas y las familias que buscan una vida sin violencia y sin miseria, donde la hospitalidad, la justicia y la solidaridad se vuelven urgencias inaplazables. Y me refiero a la Iglesia que forman tantos que cada día se esfuerzan por ser testigos de la misericordia y el amor de Dios por todos los seres humanos, construyendo cultura de diálogo y encuentro, en la convicción de que entre todos los bien dispuestos es posible buscar y encontrar verdades fundamentales acerca de la existencia humana.