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Tranquilícense tecnócratas, pedagogos progres y negociantes en general, no estamos reivindicando –aunque no vendría mal– que todo español, al menos una vez en su vida, leyese la Ilíada, la Eneida, Os Lusíadas y hasta La Araucana. Bien es cierto que con las hermosas octavas reales de Ercilla [la maquinita con la que escribo me marca «Ercilla» como error: ¡bien por la cultura nacional!] no se puede llamar a un taxi, controlar la temperatura basal de La Vane, ni averiguar cómo andará de nubarrones la costa oeste de Groenlandia a finales de octubre: por fortuna, sobre todo porque a un taxi se puede llamar por teléfono, como toda la vida; lo de La Vane sabe Dios cómo acabará; y a Groenlandia no pensamos ir jamás.

Con épica queremos significar un objetivo común a todos los españoles, capacidad de sacrificio, esfuerzo y entrega por nuestro país, algo grande más allá de las chocarrerías cotidianas de la tele, más ambicioso que el «finde» y mucho más satisfactorio que ser un microscópico ojo de hormiga en el hormiguero de la beiramar en Benidorm. Saberse partícipe de algo que atañe a muchas personas cercanas y con las cuales tanto tenemos en común. He visto la película «Dunkerque» y –aparte de la propaganda patriotera fina– no podemos evitar sentir envidia (no sé si sana o insana) por la respuesta de los ingleses a esta clase de estímulos, ahora y entonces: hasta por la guerra de Las Malvinas, intervención imperialista de corte clásico, hicieron piña o, dicho en palabras de la Celestina, «a tuerto o a derecho, nuestra casa hasta el techo». Porque se necesitaba mucha templanza y un gran sentido colectivo, bien fomentado por todos los que estaban arriba, para digerir la monumental superchería de que lo de Dunkerque fue una victoria. Y no profundicemos en ucronías sobre lo que habría acaecido si el ejército inglés se hubiera rendido en las playas. En cualquier caso, la invasión de la Isla estaba cruda, con el mar y la flota inglesa por medio (Erich Raeder, a la sazón comandante de la Kriegsmarine, lo dijo muy clarito: «La Armada no está lista para la gran batalla con Inglaterra. Lo único que puede hacer esta flota es demostrar que es capaz de hundirse con honor»); y los Estados Unidos, muy probablemente, ante el desastre inglés habrían entrado mucho antes en la guerra, pretensión manifiesta y manifestada por Roosevelt.

A raíz del gran golpe terrorista en Madrid el 11 de marzo de 2004, publiqué un artículo titulado «Quiero ser americano», recordando una situación pareja en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 y suscitando un ataque alevoso, en correo electrónico, bajo pseudónimo, de algún conocido que me recriminaba por «haberme pasado al enemigo», de suerte que el anónimo y valeroso comunicante demostraba, como mínimo, no haber entendido –o ser incapaz de entender– la carga retórica del título y el objetivo buscado a contrario: mostrar la indignación de pertenecer a un país en que lejos de apoyar al Gobierno en tan duro trance, se le acusaba como culpable de los asesinatos. Demencial pero muy hispano: todos contra todos. Y aquello sólo era el principio. Después vino la avalancha interminable de denuestos, sabotajes y bloqueos, tolerados por la derecha política –siempre dispuesta a esconderse desde que se quedó sin liderazgo– contra cualquier causa nacional, de interés común o de mera defensa de las formas y los símbolos: llegaron a adoptar aquella ridiculez del patriotismo constitucional –creo que copiándolo de un alemán de similar coraje– porque no se atrevían a pronunciar la palabra sin adjetivos. Y así hemos llegado a la Cataluña presente. Aterra, por su actualidad, releer a Ortega (España invertebrada, 1921): «Hoy es España, más bien que una nación, una serie de compartimientos estancos. Se dice que los políticos no se preocupan del resto del país. Esto, que es verdad, es, sin embargo, injusto, porque parece atribuir exclusivamente a los políticos pareja despreocupación (…) Hay aquí una insinceridad, una hipocresía. Poco más o menos, ningún gremio nacional puede echar en cara nada a los demás. Allá se van unos y otros en ineptitud, falta de generosidad, incultura y ambiciones fantásticas.

Los políticos actuales son fiel reflejo de los vicios étnicos de España». La atomización, la ausencia de proyecto común hoy se han agudizado y hemos llegado a la parálisis de las instituciones de gobierno en los asuntos capitales, sólo diligentes para cobrar impuestos. El enorme progreso material experimentado por España desde 1975 no se corresponde con un desarrollo paralelo del civismo, la educación, el respeto a nuestra cultura y nuestra historia, en definitiva a nosotros mismos. Cualquier mindundi encumbrado por las televisiones (por todas: el negocio es el negocio) se permite mofas o condenas despectivas sobre personas y hechos de un pasado que ignora con desconocimiento oceánico. Pero esto no es nuevo: en la Universidad, el publicismo, en instituciones varias he conocido gentes así, que trocaban sus lagunas en pruebas de cargo contra «España», la culpable de todo. Sin comprender que nosotros somos la nación y a tenor de nuestras cualidades así será ella: un ente abstracto cuya existencia depende de nuestra voluntad de seguir siendo españoles; y que morirá si nosotros continuamos inhibiéndonos. Empezando por los máximos responsables, claro. Ortega consideraba con acierto que la unidad nacional se produjo para llevar a cabo más altos objetivos: la expansión exterior que, nada casualmente, se inició en el tiempo y que, tras el fracaso en el norte de África, se proyectó hacia el Atlántico.

La filosofía garbancera dominante en la clase política –representante de nuestra sociedad, no lo olvidemos–, blasonando de ocuparse de «lo que de verdad interesa a los españoles», no nos resuelve el problema de Cataluña que ellos mismos han contribuido a engordar. Es menester un proyecto que ilusione, no charletas de aparatchicos y aparatchicas que provocan el bostezo y el cambio de canal. Pero no es justo reducir todo a la incapacidad para generar épica de un registrador de la propiedad con lecturas de «Marca», o a la probada deslealtad del PSOE frente a los intereses nacionales, por lo menos desde el 96. Todos estamos implicados en el éxito o el naufragio, porque, como decía mi compañero en la Academia José Alcalá-Zamora: «Sí quiero reprobar con toda mi energía aquel prurito pseudointelectual de quienes se complacen en contemplar la propia historia desde talante hipercrítico y masoquista, con ojos que pretenden ser agudos en su mirada hispanofóbica y se quedan en majaderos. No. España con su presencia planetaria y su obra cultural inmensa, es una de las naciones triunfadoras de la vieja Europa». Y es nuestra misión, de los ilustrados y humanistas que subsistimos pese a todo, explicar y convencer a nuestros compatriotas de que, aunque lo digan los políticos, sí, es verdad: somos una gran nación y no merecemos terminar disueltos en el albañal de la Historia humana.

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