Los partidos políticos, indispensables canalizadores de la opinión publica en un sistema democrático, no tienen cláusula de eternidad. Su supervivencia, su misma existencia, depende de factores varios, entre los que aparecen como imprescindibles la claridad en el mensaje, la capacidad de conectar con la empatía del electorado, la ejemplaridad en los comportamientos de los directivos a todos los niveles, la demostrada voluntad de entrega a los valores y principios que se desean encarnar y al electorado que los comparte. Cuando alguno o todos de esos elementos desparecen, transformando al partido político de que se trate en una pura maquinaria de poder, exclusivamente atenta al manejo de sus resortes y al cuidado de una clientela, por residual que ésta resulte, cunde el desánimo, se extiende la desafección y el votante, único y definitivo juez en la contienda democrática, tiende a buscar refugio en parajes menos contaminados, más trasparentes y adecuados a las demandas y necesidades del momento.
Por más que en un reflejo terminal de supervivencia el partido político, tanto más si ha tenido ocasión de ser parte del poder nacional, tenga la tentación de recurrir al miedo como último recurso de adhesión. Es tan vieja como el mundo la tendencia de amenazar con los males del diluvio a los que dudan de la superioridad, ponen en dudad sus capacidades o se declaran abiertamente descontentos con sus directrices y con los resultados de las mismas. Siempre será posible avisar que el coco espera fuera, que lo mejor es enemigo de lo bueno, que la seguridad bien vale un sofocón y que al fin y al cabo esto es lo que hay y con ello hay que conformarse.
Esa es la conducta que marcó la vida de la Democracia Cristiana italiana en los últimos años de sus existencia cuando, tras cuatro décadas detentando el poder en varias geometrías, y constatando el cansancio infinito que entre sus huestes, las beneméritas seguidoras del excelso Alcide de Gasperi en los primeros años de la postguerra mundial del 45, había generado una profunda estela de corrupción e inmovilismo, decidió generalizar la noción de que lo mejor que cabía hacer era votar al partido “tapándose las narices”, dada la pestilencia que desprendía. La recomendación tuvo un corto recorrido y la DC acabó por desaparecer, abriendo un proceso de reordenación política en el que también sufrieron gravemente por la descomposición del sistema socialistas y comunistas. La DC italiana había sido durante años uno de los elementos indispensables de la geografía política europea. No supo o no quiso superar a tiempo la arterioesclerosis que la recorría, creyendo que el recurso al miedo acabaría por superar cualquier tentación desviacionista. No era eterna.
Aunque por razones bien diferentes en su génesis y desarrollo, la UCD de Adolfo Suarez, elemento decisivo en la transición española hacia la democracia, que parecía encarnar un proyecto de futuro para el centro del espectro político en la vida española, perdió a favor de su electorado en el corto espacio de tiempo que transcurrió desde 1977 hasta 1982. Ya en las elecciones del 79, en un gesto de cierta desesperación, el mismo Adolfo Suarez hubo de recurrir al fantasma de los “rojos” que llamaban a las puertas del fortín para conjurar los que muchos creían inevitable vitoria socialista. El propio Felipe González, en perdida de velocidad, soltó en 1993 al oscuro mastín que anunciaba la llegada de la “derechona” si a ello no se ponía remedio. Los miedos duraron lo que dura una temporada y los votantes acabaron por decidir libérrimamente lo que en cada momento les pareció más oportuno. Y a sus impulsos la vida política española sufrió una profunda reordenación que tuvo su calvario y origen en la desaparición del partido que, según el mismo Suarez, estaba llamado a durar cien años. En la práctica, y con la relativa excepción de la situación política en la RFA, no hay país europeo occidental que no haya sufrido profundas alteraciones en sus estructuras de representación partidista desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La eternidad es negociado de otras cuestiones y las reclamaciones a los miedos de unos o de otros no han bastado para conjurar su existencia.
La nobleza de la acción política se compadece mal con la alarma del miedo y para su trascendencia debería recurrir a los mimbres mejores que la ciudadanía reclama: compasión para con el que sufre, firmeza con el que viola la ley, cumplimiento estricto y patriótico de la Constitución, honestidad sin límites, expresión rotunda de valores, ideas y principios y disposición indubitable para defenderlos, aun en las peores circunstancias, capacidad demostrada para servir a la ciudadanía y no para servirse de ella. Todo lo demás es cubileteo sociológico y abandono del liderazgo que la sociedad necesita y reclama. El miedo que los gurúes prometen y manejan es pan para hoy y hambre para mañana. Equivale a la depauperación de la democracia, y a la progresiva disolución de su virtud regeneradora. Lo expresó acertadamente Franklin D. Roosevelt en 1932 en su alocución al ser elegido Presidente de los Estados Unidos: “Esta gran Nación permanecerá, como ya lo ha hecho, recuperara su vitalidad y su prosperidad. De manera que, antes de ninguna otra cosa, dejadme afirmar que la única cosa de la que tenemos que tener miedo es del mismo miedo, el terror injustificado, irracional y sin nombre que paraliza los esfuerzos necesarios para convertir la retirada en progreso. En todas las horas obscuras de nuestra vida nacional un liderazgo de franqueza y vigor ha sabido encontrar la comprensión y el apoyo del pueblo, ambos indispensables para la victoria. Estoy convencido que de nuevo daréis ese apoyo al liderazgo en estos días críticos”.