“Los símbolos de la Nación española acumulan una excepcional carga histórica y sus múltiples significados cumplen las necesarias funciones representativas y emocionales, que contribuyen a formar el sentimiento imprescindible de pertenencia a nuestra común comunidad política.”
No parece que los españoles tengamos ideas muy precisas sobre cuáles son los símbolos que nos representan como Nación, la forma de usarlos y el respeto que les debemos. Por eso conviene recordar una excelente obra sobre su significado histórico, cuyo título es
Los símbolos de España, publicada en el año 2000 por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, en la que se estudia el significado histórico de nuestra bandera, himno y escudo.
En realidad, estos son los símbolos principales que están regulados y protegidos legalmente, junto con la figura del Rey, que conforme al artículo 56.1 de la Constitución también es símbolo «de la unidad y permanencia del Estado». Sin embargo, no es menos cierto que la condición institucional del Rey como Jefe del Estado trasciende a su papel meramente simbólico.
La bandera nacional, reconocida por el artículo 4 de la Constitución, se estableció originalmente en 1785 por Carlos III como pabellón naval, para que sus colores rojo y amarillo pudieran distinguirse mejor en alta mar. Durante el siglo XIX se fue extendiendo su uso, sobre todo entre las unidades de la Milicia Nacional, garantes del régimen liberal, hasta que un real decreto de 1843, refrendado por el presidente del Consejo de Ministros Joaquín María López, la generalizó entre los ejércitos, declarando a la bandera bicolor como «símbolo nacional». Y así ha sido desde entonces, con la excepción de la Segunda República, que aprobó la tricolor, al añadirse el morado como «insignia de una región ilustre», por un decreto del Gobierno provisional de abril de 1931 y luego por el artículo primero de la Constitución republicana. Color morado cuya representación histórica de Castilla es bastante cuestionada por los expertos, al considerar que, en realidad, lo era el rojo carmesí.
En todo caso, nuestra bandera constitucional no se estableció como bandera monárquica ni conservadora, sino nacional, en tanto que la republicana lo había sido de partido.
El escudo adquirió carácter nacional como símbolo del Estado cuando se diferenció de las armas de dignidad de los reyes. Esto sucede en España, con algún precedente bonapartista, tras la Revolución Gloriosa de 1868, que reconoció prácticamente las mismas armas del escudo actual, regulado por la ley 33/1981.
Nuestro himno nacional tiene un origen mucho más modesto que el de Austria, cuya melodía pertenece a Mozart, o el himno pontificio, compuesto por Gounod para el Papa Pío IX en 1869. Sin embargo, el español es uno de los más antiguos del mundo. Se trata de una vieja marcha granadera, que tiene la singularidad como himno de carecer de letra y tal vez sea mejor que continúe así, sin más aditamentos que su emotiva marcialidad.
Su origen legendario se encuentra en la partitura que obsequió Federico II de Prusia a nuestro Rey Carlos III, a través del conde de Aranda, en gratitud por lo mucho que había aprendido de las tácticas españolas descritas por el marqués de Santa Cruz de Marcenado en su obra Reflexiones militares. Semejante anécdota no parece que sea auténtica, pero sí lo es que desde 1768 se rendían honores de ordenanza con esta marcha granadera al Santísimo Sacramento y al Rey.
Sin embargo, su itinerario como himno oficial es complejo. Desde 1812 parece que lo era de facto, aunque fue sustituido por el general Riego durante el Trienio Liberal. Posteriormente, una orden comunicada de Isabel II, de 1853, lo reconocía oficialmente y en 1871 Amadeo de Saboya lo declaró Marcha Nacional. También compartió oficialidad durante la Primera República con la marcha de Riego, en tanto que la Segunda implantó este último con carácter exclusivo.
Otra dificultad fue que la Marcha de Granaderos o Marcha Real tuvo numerosas versiones a lo largo del tiempo, hasta que las armonizó el compositor lorquino Bartolomé Pérez Casas durante el reinado de Alfonso XIII, por lo que no hace mucho el Estado adquirió los derechos sobre sus arreglos por real decreto de 22 de octubre de 1997. Disposición que también recoge la partitura oficial y regula su utilización como himno nacional de España.
Los agravios que frecuentemente sufren nuestros símbolos nacionales y el profundo disgusto y tristeza que esto ocasiona en la inmensa mayoría de los españoles, que se sienten gravemente ofendidos por ello, deben llevarnos no sólo a exigir de los poderes públicos que adopten medidas para que semejantes hechos no se repitan, sino que también promuevan iniciativas que hagan llegar a todos los ciudadanos los valores permanentes que tales símbolos representan.
Los símbolos de la Nación española acumulan una excepcional carga histórica y sus múltiples significados cumplen las necesarias funciones representativas y emocionales, que contribuyen a formar el sentimiento imprescindible de pertenencia a nuestra comunidad política. Estos son los fundamentos esenciales de la protección que a dichos símbolos dispensa nuestro ordenamiento jurídico. Por ello, el artículo 543 del vigente Código Penal castiga los ultrajes a los símbolos de España y a los de sus comunidades autónomas, siempre que se realicen con publicidad, con la pena de multa de siete a doce meses.
Sin duda, las decisiones judiciales contrarias a actuar penalmente en estos casos, fundadas en el principio de «intervención mínima» o en otros planteamientos doctrinales, son respetables, aunque considero que tales principios y doctrinas deben valorarse por el legislador más que residir en la práctica judicial.
En cualquier caso, el resultado de la ineficacia práctica de este precepto ya la hemos visto: más agravios, más sonoros y mucho mejor organizados por sectores políticos radicales cada vez más inquietantes.
Además, también podrían considerarse otro tipo de medidas sancionadoras cuando las ofensas a nuestros símbolos se realizan con motivo de la celebración de espectáculos deportivos. Particularmente en aplicación de la ley 19/2007, contra la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el deporte, o incluso las contempladas por los reglamentos federativos y reguladores de las distintas competiciones. Normativas que, de no aplicarse ahora, inevitablemente perderán legitimidad.
Aquí tal vez sirva el consejo de don Quijote a Sancho para el buen gobierno de la Ínsula Barataria: «No hagas muchas premáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas y, sobre todo, que se guarden y cumplan».