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«La situación es grave. Será un trabajo lento que debe ir dirigido a evitar la manipulación totalitaria de la enseñanza y los medios de comunicación y a combatir el separatismo mediante la persuasión y la propuesta de una renovación del proyecto nacional para España, y la adhesión a un proyecto europeo que también precisa renovación. Pero nunca cesiones y privilegios a cambio de la mera prolongación temporal de una unidad repudiada»

Dios no pacta con el diablo. No siempre es posible dialogar y alcanzar acuerdos, en la política y en la vida en general. El diálogo tiene condiciones. En algunas ocasiones de la historia, la solución más fértil, a veces la única, ha procedido de una transacción entre dos posiciones opuestas, aparentemente inconciliables. Pero en otras, sólo es posible la victoria de una y la derrota de la otra. La democracia ateniense no fue el resultado de una revolución del pueblo contra la aristocracia, sino un proceso, que incluyó algunas revoluciones y revueltas populares, de extensión de la forma de vida y de la participación política aristocráticas a cada vez más ciudadanos. La República romana fue el resultado del acuerdo entre la aristocracia y el pueblo, después de la retirada de la plebe al Aventino, que amenazaba con la ruptura de Roma. Hasta el punto de que la denominación que recibió el Estado fue «el Senado y el pueblo romanos». Por eso, las palabras «concordia» y «libertad» son las que más aparecen en los textos de Cicerón, en la hora del crepúsculo de las instituciones republicanas. La Revolución francesa fue una lucha de gran parte del pueblo contra el Antiguo Régimen. Su carácter y, sobre todo, la etapa del Terror, generaron la escisión radical de Francia. De la contraposición entre revolucionarios y reaccionarios surgió, como vía media, la idea de la democracia constitucional. La guerra civil española fue un enfrentamiento irreconciliable, pero se habría podido evitar pues cabía una solución reconciliadora. Julián Marías se refirió a los injustamente vencedores y a los justamente vencidos. La Transición fue la solución tardía que encontró la reconciliación, y asumió una vía media entre la ruptura y el continuismo más o menos reformista, que ahora algunos insensatos intentan destruir. Por lo demás, siempre cabe diálogo y acuerdo cuando se trata de intereses, como sucede, por ejemplo, entre empresarios y trabajadores.

Pero existen otros casos en los que no cabe diálogo ni acuerdo. Caben, si acaso, conversaciones. Hablar siempre es posible. Frente a los totalitarismos comunista o nazi, sólo era posible el combate y la victoria. Frente a Hitler tenía razón Churchill. Y eso no es belicismo, sino sentido común. No era posible el apaciguamiento, ni el diálogo ni el pacto. ¿Qué acuerdo cabe con quien te quiere someter o destruir? Por eso, la llamada guerra fría sólo podía terminar con la victoria de uno de los contendientes. El reparto relativo del mundo era necesariamente transitorio. El diálogo no puede ser aquí ni la solución definitiva, ni la antesala del pacto. Ante el terrorismo, tampoco cabe el diálogo a menos de que se trate de mera estrategia para su derrota. Nada se puede conceder a cambio de dejar de asesinar. Es imposible el diálogo entre el delincuente y su víctima. ¿Acaso debe hacer una mujer alguna concesión para no ser violada o maltratada? No es posible dialogar con quien esgrime el «argumento» de la violencia. Con el cáncer no se pacta; se combate y se extirpa. En suma, Dios no pacta con el diablo. Resulta muy importante acertar a discernir entre los dos casos. En una ocasión, Margaret Thatcher hizo el siguiente comentario: «Los profetas del Antiguo Testamento no decían: “Hermanos, alcancemos un consenso”. Decían: “Esta es mi fe. Esto es lo que creo con toda mi alma”». Es cierto que resulta algo presuntuoso y que no cabe comparar la actividad de un político democrático con la de un profeta de Israel, la política con la religión, pero, pese a ello, encierra una verdad: con los principios no se negocia.

Y ahora podemos preguntarnos: ¿de qué tipo es el conflicto del nacionalismo separatista catalán con el resto de Cataluña y de España? El nacionalismo, en general, se encuentra del lado de los totalitarismos en cuanto amenazas a la libertad y a la dignidad de las personas. Estamos, pues, en el segundo caso. Sí cabría negociar si aceptan la Constitución y la respetan. Pero entonces tendrían que aceptar la unidad indisoluble de la nación española y renunciar al separatismo. La unidad nacional no es negociable. Ni siquiera mediante la vía de la reforma constitucional. Una comunidad nacional no puede pactar su disolución. Entre la independencia de Cataluña y la unidad nacional española no cabe una posición intermedia. Por lo tanto, en este sentido, no hay nada que dialogar ni que pactar.

El golpe de Estado perpetrado por el Gobierno de la Generalidad de Cataluña (no por Cataluña ni por los catalanes) ha fracasado. Si unos golpistas abandonan su país, es que han perdido. Si no pueden controlar las instituciones es que han perdido. Si suspenden la reunión de la Mesa del Parlamento regional, es que han perdido. Si quienes pretenden ser una República independiente, aceptan presentarse a unas elecciones autonómicas, convocadas por el que consideran un Estado extranjero, es que han perdido. Al menos, de momento. Un golpe de Estado es un acto de fuerza, y se gana o se pierde mediante la fuerza. La de unos es una fuerza ilegítima, pues si tienen, en términos de Max Weber, la legitimidad de origen, perdieron la de ejercicio, al incumplir sus obligaciones constitucionales. La de los otros, el Gobierno, la fuerza legítima. Lo que acaso haya sido un retraso en la aplicación del artículo 155 de la Constitución ha producido (ciertamente, además de la vergüenza de los sucesos del 27 de octubre) algunos efectos beneficiosos: los dos discursos ejemplares de Felipe VI, la admirable reacción de los españoles, especialmente en Barcelona con dos manifestaciones impensables hace un mes y la reacción internacional en apoyo de la unidad nacional. La salida de empresas no es un bien en sí mismo, pero sí lo es como advertencia y castigo al separatismo. La situación es grave, pues errores de décadas no se corrigen en unos días. Será un trabajo lento que debe ir dirigido a evitar la manipulación totalitaria de la enseñanza y los medios de comunicación y a combatir el separatismo mediante la persuasión y la propuesta de una renovación del proyecto nacional para España, y la adhesión a un proyecto europeo que también precisa renovación. Pero nunca cesiones y privilegios a cambio de la mera prolongación temporal de una unidad repudiada. Los españoles somos iguales ante la ley. Debe estar claro sobre qué no se puede dialogar ni pactar. Dios no pacta con el diablo.

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