«Los españoles tenemos dos opciones muy claras: seguir por el camino que hemos llevado los últimos años, de ajustes y pequeños pasos, o embarcarnos en una nueva aventura al estilo de la de las dos Repúblicas. Realismo o populismo. Lo conocido o lo desconocido. La evolución o el vuelco. El cuerpo, dada nuestra afición a las prisas y a los milagros, nos pide lo segundo; ya han visto las prisas que se han dado los catalanes y cómo han salido”
Lo único que sabemos con certeza de las elecciones del próximo domingo es que van a ser las más importantes desde aquellas que trajeron la democracia. Todo lo demás son especulaciones, desde quién va a ganarlas a quién va a gobernar, que pueden no coincidir. Lo que resulta inquietante, dado lo que nos jugamos en ellas: el futuro de España, quiero decir el nuestro.
Si con las elecciones de 1977 se inició oficialmente la Transición, con las del 20-D tendría que iniciarse una Segunda Transición que corrigiera los errores de aquella e introdujera las medidas que le faltaron. Todos están de acuerdo en ello. Lo malo es que no lo están, como estaban entonces, en lo que tienen que hacer. Puede incluso decirse que, mientras que entonces la meta era común –establecer en España una democracia parlamentaria al estilo occidental–, hoy los caminos a seguir son tan distintos que llevan a metas completamente diferentes. Sin ir más lejos: es incompatible la reforma laboral de Rajoy con la decisión de Sánchez de derogarla. Es imposible el reconocimiento de la «nación catalana» que acepta Iglesias con la unidad nacional que, más o menos, defienden los demás. Es irreconciliable la visión de España que tienen los partidos emergentes con la de los dos tradicionales, aunque el PSOE se haya unido a aquellos, haciendo el lío aún más grande. En resumen: España vuelve a encontrarse en otro de esos atolladeros de los que siempre ha salido vencedor el que tenía más fuerza bruta, algo inadmisible en el siglo XXI, aunque la experiencia nos advierte de que nada es imposible en nuestro país. Sólo en 1977 se impuso el consenso, que, como digo, no existe hoy, como se comprobó en el debate Sánchez-Rajoy. Salió a relucir en él ese fratricida intento de aniquilar al contrario como sea. Tal vez lo hubiera también en el 77, pero entonces había un freno importante, el Ejército, no dispuesto a permitir que se rompieran algunas cosas, empezando por la unidad nacional. Pero el Ejército español, tras el penoso intento de Tejero, se ha dedicado a lo que se dedican los ejércitos de los países democráticos: a defender su país de los enemigos externos y a obedecer lo que le ordene el gobierno elegido por el pueblo.
Es lo que nos lleva a la segunda gran diferencia entre 2015 y 1977. Antes de aquella fecha, los españoles nunca habían decidido realmente su destino. Eran las élites las que lo decidían. Nuestra democracia, en el mejor de los casos, se limitaba a votar cada tantos años quién debía gobernar, muchas veces con votos comprados. La soberanía estaba por encima de sus cabezas. Y en el franquismo, ni siquiera eso. Pero ahora no. Ahora somos nosotros quienes elegimos a quienes deben encargarse de nuestras vidas y haciendas. Ahora somos ya ciudadanos, no súbditos. Ahora no podemos echar la culpa al Ejército, a la Iglesia, a la aristocracia, a los terratenientes, a los empresarios, de lo mal que va el país. Ahora somos nosotros los que elegimos a quienes lo llevan tan mal. O sea, que los responsables de que las cosas vayan bien o mal somos nosotros y nadie más que nosotros. Nos guste o no.
Con lo que llegamos a la médula del asunto, al núcleo de nuestro problema: la falsa idea que tenemos de la democracia y su funcionamiento, el no saber que la democracia es, ante todo y sobre todo, responsabilidad individual y colectiva, no creer que la responsabilidad, y la culpa, es de otro, cuando es nuestra.
Quiere ello decir que la Segunda Transición, ese cambio que todo el mundo reclama, esa regeneración que, con gesto airado o pesaroso, propugnan todos los partidos, tiene que empezar por los votantes del próximo domingo, incluidos los que no voten, al renunciar a ese deber más que derecho, responsabilizándose de lo que voten.
Pues el cambio siempre puede ser para bien o para mal, hacia delante o hacia atrás. Tenemos la oportunidad de enderezar el rumbo de nuestra democracia, de eliminar sus excrecencias, empezando por la corrupción, e introducir lo que le falta, como una mayor igualdad entre todos los españoles. Hay factores positivos. Sin ir más lejos, hemos superado lo peor de la crisis económica y volvemos a crecer. Pero, si queremos consolidar nuestra economía para atender a las necesidades de un Estado Social y de Derecho, habrá que seguir haciendo los ajustes que nos sitúen al nivel de los países punteros en este terreno. Hay también el casi milagro de que el problema catalán ha quedado, al menos de momento, desactivado por la desmedida avaricia y ambición de sus nacionalistas. Lo que quiere decir que, para gobernar en Madrid, ya no serán necesarios como lo fueron en la primera Transición.
Pero van a serlo otras formaciones tanto o más enfrentadas, lo que hará difícil la cohabitación y el entendimiento, al tomar entre nosotros la batalla política, como la nacionalista, el carácter de guerra religiosa.
Es el dilema en que nos encontramos. Los españoles tenemos dos opciones muy claras: seguir por el camino que hemos llevado los últimos años, de ajustes y pequeños pasos, o embarcarnos en una nueva aventura al estilo de la de las dos Repúblicas. Realismo o populismo. Lo conocido o lo desconocido. La evolución o el vuelco. El cuerpo, dada nuestra afición a las prisas y a los milagros, nos pide lo segundo; ya han visto las prisas que se han dado los catalanes, y cómo han salido. Para ellos y el resto será la oportunidad de comprobar si hemos aprendido algo de la historia. O si seguimos siendo los de siempre, con democracia o sin ella. La agresión verbal de Pedro Sánchez a Rajoy, en cualquier sociedad culta, civilizada, habría generado simpatía hacia él. Por lo que veo, lo que ha generado es agresión física, como la protagonizada por ese bruto. Y todavía nos creemos más demócratas que nadie.