Hay una tendencia institucional a dulcificar y neutralizar la colosal dimensión del mal para que la sociedad se sienta menos incómoda, pero eso supone herir para siempre a las víctimas, suplantando el trabajo de verdadera reparación
De hecho, la memoria del mal debería ser más problemática en nuestra tierra. Miramos el pasado reciente de los asesinatos y acoso por parte de ETA y su entorno… y los espejismos de la coartada moral o del miedo ya no tapan la gigantesca infamia colectiva. La asunción de la responsabilidad sobre el mal es tan importante como la memoria y es también problemática.
Hay un mandato humano de no matar. El mandato que cientos de vecinos de Andoain dieron a ETA era ‘matarás’. Las manifestaciones donde estos vecinos de Andoain coreaban ‘ETA mátalos’ y las pintadas y las dianas contra José Luis López de la Calle o Joxeba Pagazaurtundúa simbolizaban el mal radical y el deseo de torturar al otro y de despreciar a sus familias. En ese espacio entre Andoain, Hernani y Urnieta fueron asesinados Ignacio Olaiz y Ramiro Carasa Pérez, éste último, médico, fue secuestrado y torturado durante horas antes de asesinarlo el día 30 de marzo de 1982.
En Andoain fueron asesinados también Juvenal Villafañe y José Díez Pérez y el crimen sigue impune. Los asesinos y cómplices de estos y otros de estos delitos pasean por las calles y, tal vez, ostentan cargos públicos.
El último año que nuestra madre pudo venir al acto cívico anual en memoria de Joxeba me vi obligada a apurar mi intervención para terminar el acto de memoria y homenaje que realizábamos, porque la Ertzaintza nos alertó de que se acercaba una manifestación de los que apoyaban a los asesinos de ETA. Quería evitarle que le gritaran a su propia cara que su hijo estaba bien asesinado. La sacamos de allí mientras sentíamos el odio que destilaban los gritos que se volvían más audibles cuanto más se acercaba la manifestación. La violencia moral hería como cuchillos y nuestra madre no volvió más a Andoain.
Hace trece años, una manifestación recorrió el pueblo de Andoain tras el asesinato de Joxeba Pagazaurtundúa, y muchas ventanas estaban cerradas a cal y canto. En algún bar los partidarios de los asesinos se encaraban con la mirada a los que pasaban porque los consideraban forasteros, en lugar de considerar su responsabilidad en el espanto de ayudar a matar a un hombre.
En un mar de palabras y de argumentos e intereses, jerarquizar lo importante es la cuestión clave. ¿Qué merecen las víctimas del terrorismo de ETA? ¿Qué merecen los perseguidos y torturados moralmente durante décadas? ¿Los estigmatizados? ¿Sus hijos?
Merecen, en primer lugar que el mal y la responsabilidad sean considerados tal y como son. Eso es lo correcto. No merecen algo menor a la verdad y a un verdadero respeto a su dignidad.
Hay una tendencia institucional a dulcificar y neutralizar la colosal dimensión del mal para que la sociedad se sienta menos incómoda, pero eso supone herir para siempre a las víctimas, suplantando el trabajo de verdadera reparación. Es un sarcasmo consagrar como líderes de las víctimas y de los derechos humanos a quienes no estuvieron con las víctimas cuando las perseguían, por mucho que logren las más beatíficas sonrisas. Hay algo peor, sin embargo: es que el foco se centre en los que aparentan con una mano el acercamiento a las víctimas, mientras buscan la impunidad de los presos de ETA.
¿Damos por buena cualquier cosa después de algo tan grave como lo que hemos vivido?
La memoria del mal resulta incómoda para los que participaron en él, e incluso para los que podrían haber hecho más y no lo hicieron. Si los responsables del mal no condenan la historia del terror en la que participaron, será imposible la regeneración. La podredumbre que arrastran por haber conseguido objetivos políticos de matar nos arrastrará a todos. Seguiremos enredados en la ponzoña de las mentiras y los pactos para dulcificar la gran trampa.
Los que lo sufrieron hasta perder la vida no pueden dar testimonio de su ausencia radical y por eso les debemos memoria, sin trucos. Y sin excusas.
Nosotros no recordamos sólo que se mató a un hombre. No recordamos sólo que destrozaron una parte de la vida de sus hijos y de su esposa. No recordamos sólo que devastaron a su madre y a su hermano. No recordamos los daños que todavía arrastramos.
Nosotros recordamos que se cerraron muchas ventanas el día después de su asesinato mientras pasaba la manifestación. Nosotros recordamos que se han cerrado muchas ventanas cada día 8 de febrero. Nosotros recordamos que sólo desde hace poco se ha tolerado nuestra presencia.
Nosotros recordamos que se quiere olvidar que se nos se persiguió por no ser nacionalistas vascos y que por ello, incluso muchos de los que abominan de la persecución no se acercaron a nosotros. Este es el tabú. El gran tabú. El nudo que hay que resolver.
El nacionalismo vasco siempre antepuso sus objetivos a la defensa democrática de nuestro derecho a ser distintos y no ser perseguidos por ello. Ahora los nacionalistas marcan las reglas del juego de la memoria y su control porque les incomoda el pasado desnudo.
La memoria del mal debería ser problemática para poder dejar de ser problemática en un tiempo no lejano. La condena de la historia del mal y la asunción de responsabilidades no es negociable.