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Fundación Villacisneros

4 julio 2014

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La palabra dignidad que protagoniza el título de esta mesa es una palabra que usamos muchísimo a diario; para referirnos a quienes no agachan la cabeza frente a un jefe déspota, cuando se pierde un partido de fútbol, o para describir una vivienda. Adjetivamos también con frecuencia situaciones y cosas con la voz “indigno”.

La palabra dignidad que protagoniza el título de esta mesa es una palabra que usamos muchísimo a diario; para referirnos a quienes no agachan la cabeza frente a un jefe déspota, cuando se pierde un partido de fútbol, o para describir una vivienda. Adjetivamos también con frecuencia situaciones y cosas con la voz “indigno”. Es, por un lado, un concepto relacionado con el confort, con el contexto que ofrece los recursos necesarios de cama- comida -trabajo para que cualquier persona pueda llevar una vida cómoda; por otro lado, es un concepto vinculado a la actitud psicológica y la respuesta de cualquier individuo ante la falta de libertad o ante cualquier presión que se ejerza en su entorno. Pero cuando la utilizamos en el contexto de las víctimas del terrorismo, la palabra dignidad se hace inmensamente solemne, no solo por los conceptos que la preceden, sino por las hazañas que sugiere y están por venir.

He buscado entre algunos testimonios de personas que han vivido situaciones límite, extremas, para entender qué es la dignidad para ellas, para las víctimas. Es curioso que solo se refieren al concepto de dignidad cuando sienten que están a punto de perderla. Por ejemplo, con el primer golpe asestado por un oficial de la Gestapo. O cuando tras días, semanas, meses de cautiverio, en un agujero oscuro que rezuma humedad, piensas en cómo quitarte la vida cuando sientes que eres casi un guiñapo y el dolor se hace insoportable. O cuando tienes que caminar a oscuras durante kilómetros, el estómago vacío, sobre la nieve helada, para ver morir de hambre a una de tus hijas en un orfanato.

He buscado en hombres como Jean Améry, detenido por la Gestapo por su colaboración con la resistencia belga, y deportado a Auschwitz. En hombres como José Antonio Ortega Lara, secuestrado durante 532 días por ETA. En mujeres como Marina Tsvietáieva, superviviente de la hambruna rusa, exiliada, condenada por la dictadura soviética a vivir silenciada. Todos ellos tienen al menos un denominador común: sienten la existencia de la dignidad cuando están a punto de perderla. Como nos puede pasar con la salud, que solo valoramos cuando nos falta. A estas tres ejemplares personas les sucede con el primer golpe. Con el sufrimiento y la certidumbre de una muerte próxima. Con el esfuerzo permanente que supone en la vida ir contracorriente. Todos ellos en sus testimonios vitales aluden a ese momento terrible, ese instante crucial, en el que se sienten al borde del abismo, en el que la dignidad toma cuerpo ante ellos y presienten que se escapa de sus manos. Y con ella, toda su humanidad. Solo entonces son conscientes de su importancia, de su valor, de lo terrible que puede ser su pérdida. Y solo entonces comprenden que la dignidad no es algo que se les pueda arrebatar, dar o quitar. Ese motor interior es más fuerte que el instinto de supervivencia. Más fuerte que el odio. Que el miedo. En ese instante crucial de extrema dureza, no se rinden; todos ellos deciden conservar la dignidad, aferrarse a ella, y dar un nuevo sentido a sus vidas. Así, Jean Améry podía haber sucumbido ante el primer golpe, delatar a sus compañeros, pasar al anonimato como tantos supervivientes al holocausto. Pero dedicó su vida a denunciar y contar lo sucedido, a pesar de ser considerado por muchos un radical resentido. Marina Tsvietaieva pudo renunciar a escribir y vivir en el exilio, o doblegarse al régimen totalitario y sumarse a tantos otros poetas y escritores de su época. Pero regresa a la Unión Soviética sin renunciar a sí misma, a la libertad, a su maravillosa poesía, y por ello le esperan años de terribles necesidades y soledad. Todos le darán la espalda.

Durante el secuestro de ETA, José Antonio Ortega Lara pudo haberse quitado la vida, lo intentó según cuenta él mismo en dos ocasiones. Pero no lo hizo. También pudo haberse enfrentado al día a día tras su cautiverio llevando una vida tranquila y retirada. Pero no lo ha hecho. ¿Qué les hace especialmente dignos a todos ellos? Marina lo expresa con claridad en una anotación en 1925, cuando nace su hijo: le regalo a mi hijo un lema “ne daigne!”, el lema, dice, que encontré y por el que estoy más orgullosa que de todos mis poemas juntos. Ne daigne a nada que rebaje; sea lo que sea. No rebajarse hasta lo que rebaja (el miedo, el lucro, el dolor personal) Un lema así me ayudará aun en el momento de la muerte.

Ni el miedo, ni el lucro, ni el dolor personal doblegaron a ninguna de las tres personas a las que quiero recordar con todos ustedes. La fuerza de la dignidad fue más intensa en ellos que el instinto de supervivencia. No temieron a la muerte, sino a perder la dignidad humana. Bien por motivos religiosos, ideológicos o movidos por la poesía, todos ellos son un ejemplo supremo de dignidad.

Por eso pienso que cuando hablamos de dignidad en relación con las víctimas del terrorismo, y la exigimos como si fuera un mérito o un derecho que se adquiere o se otorga, muchas veces nos equivocamos. Es un rasgo común a cualquier víctima de cualquier totalitarismo, que comparten especialmente aquellas que conscientemente se enfrentaron al régimen o la corriente totalitaria de turno y en nuestro caso, a ETA en particular. Les voy a poner un ejemplo más, de alguien con quien tuve la inmensa suerte de compartir los años más importantes de mi vida. Cuando Gregorio Ordóñez decide no rendirse al miedo imperante, y simplemente, denunciar públicamente a los terroristas y a sus cómplices entonces en HB, lo hace desde su compromiso, desde sus creencias religiosas, desde su voluntad de servicio, pero por dignidad.

Nada ni nadie podrá quitar un solo gramo de dignidad a ninguna víctima del terrorismo. Nada ni nadie podrá tampoco devolver la dignidad a ninguna víctima del terrorismo. Es algo que les pertenece para siempre.

Bien cuando la reconocieron conscientemente en un momento de su vida, bien en el momento en el que un disparo cobarde acaba con su vida. La dignidad es su proyección humana. Su fe. La aceptación de su destino. Ni uno solo de todos los absurdos borradores y proyectos de paz y para la convivencia del gobierno vasco. Ni una sola de las leyes de solidaridad con las víctimas del gobierno de España. Ni uno solo de nuestros responsables políticos. Ni uno solo de los herederos de ETA y de los defensores de su proyecto político.

La dignidad humana de todas las víctimas del terrorismo está muy por encima de todos ellos, de todos nosotros.

Nuestros responsables políticos podrán intentar programar una sociedad a su medida, adormecida, alelada, resignada; podrán legislar sobre lo que es verdad o mentira. Reescribir la historia a su antojo. Decidir incluso algunos si toca o no matar. Si ahora toca paz. Marcarnos tiempos y espacios para que víctimas y verdugos se encuentren y se abracen en la orgía programada del perdón y la reconciliación. Al diablo con la retórica frailona de todos ellos, de Jonan Fernández y de todo el nacionalismo vasco que ha condenado a ETA mientras la alimentaba con su discurso exluyente, xenófobo y victimista para reducir la sociedad a una tribu de individuos sin criterio propio.

Ninguno de ellos tiene legitimidad histórica para pensar siquiera que pueden manosear la dignidad de ninguna víctima. Siento repugnancia solo con pensarlo y al escribirlo. Nos dice Amin Malouf en sus Identidades asesinas En la democracia, lo que es sagrado son los valores, no los mecanismos. Lo que ha de respetarse de manera absoluta y sin la menor concesión es la dignidad de los seres humanos.

Qué lejos estamos de conseguir ese respeto a la dignidad de los seres humanos, especialmente de las víctimas del terrorismo.

La mayoría de nuestros responsables políticos, los que gobiernan en el PV, y los que se reparten por turnos el poder en el gobierno de España, no van a resolver nada fundamentalmente porque no tienen capacidad para resolver lo que es fundamental. Por mucho que pidan en sus discursos y en sus lánguidos planes, el desarme y el final efectivo de ETA, lo único que quieren resolver es su propia situación, algunos lavar su responsabilidad de todos estos terribles años, presentarse ante la sociedad entera como gentes conciliadoras y pacificadoras. De los que alivian tensiones como si los ciudadanos padeciéramos de esquizofrenia colectiva. A casi ninguno de ellos le preocupa la política en su esencia, los valores y principios democráticos. Al diablo también con sus ademanes y sus discursos fariseos. No necesitamos sus dosis de Valium.

La mayoría de nuestros responsables políticos, lamentablemente, están más preocupados por los mecanismos que por la esencia de la democracia; su máxima ambición es elaborar planes y más planes y en modificar leyes, en corregir lo que apenas lleva tres décadas de andadura; no en afianzar valores y principios. Contratan a individuos como Jonan Fernández para escribir el que parece ser el plan definitivo de paz y se quedan tan anchos. Un ex concejal de HB, un negociador de ETA, un saca cuartos con el cuento de la resolución de conflictos.

Si alguien cree que Jonan Fernández puede dar o quitar la dignidad a ninguna víctima de ETA está muy equivocado. Estoy harta ya de tanto plan de paz. Como decía Unamuno paz paz paz croan a coro todas las ranas y los renacuajos todos de nuestro charco, paz paz paz sí sea paz pero sobre el triunfo de la sinceridad, sobre la derrota de la mentira. Paz, pero no una paz de compromiso, no un miserable convenio como el que negocian los políticos. ¡Cuánta razón tenía! Y pensar que ha pasado más de un siglo de esta frase! ¡Y seguimos en este país dando vueltas en el mismo tiovivo!

Creo que por encima de algún que otro canalla, de tanto pacto, tanto proyecto, tanto criminal y tanto asesino suelto; por encima también de todos nosotros, las víctimas del terrorismo y su ejemplar dignidad serán las protagonistas indiscutibles de esta etapa de la Historia de España. Nosotros nos equivocamos al pensar que estamos escribiendo el relato, ni siquiera Jonan Fernandez y el PNV van a escribir la historia. Pasarán como mucho como lo que son, restos de ideologías decimonónicas y totalitarias sin evolucionar. Co responsables de unos años de dictadura terrorista. No serán ellos quienes protagonicen ni dirijan ni escriban el final de ETA. Ni siquiera pienso que nuestra generación, ninguno de los que estamos hoy aquí, va a escribir nada.      Creo que lo harán futuras generaciones, más ecuánimes y más respetuosas. Esos planecillos serán engullidos por una fuerza mayor. La de la Justicia. La Historia de estos 50 últimos años se escribirá desde y en las páginas de la Justicia. Con el necesario empuje de la sociedad. De colectivos como COVITE. Cuando consigamos entre todos ayudar a resolver los más de 300 casos de asesinatos de ETA. Ese será el auténtico relato, el final de ETA. El que condene a todos sus responsables y liquide su maléfico proyecto político. El que consiga la derrota aplastante de tanto farsante y tanto mentecato. El que abra las puertas a la verdad y la libertad. Lo demás, como decía mi padre, cuento y fantasía.

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