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No es que la crisis y, mucho menos, la malevolencia de un equipo ministerial amenacen la enseñanza pública. Es que la previa destrucción de la enseñanza ha disminuido nuestros recursos para hacer frente a la crisis. En ninguna parte como en España se ha vivido a tanta velocidad y con tal profundidad el agotamiento de referencias culturales, la carencia de sentido ético en la vida social, la aspiración al medro, la picaresca en la promoción, la relajación de nuestra rectitud moral.

Las recientes movilizaciones en defensa de la enseñanza pública podrían llevar  a  un grave error de análisis. Porque, en contra de lo que dicen los excitados manifestantes, la educación no está sufriendo los resultados de una depresión económica o los efectos de una mala gestión gubernamental. A una agitación tan clamorosa, que dice salir en defensa de principios esenciales como el derecho a la educación o la salvación de la cultura, debería pedírsele un poco más de ambición en sus  juicios, un poco más de coraje en sus denuncias.  Reducir la rebelión en las aulas a una simple defensa del puesto de trabajo o a las condiciones contractuales en que éste se ejerce  empieza a provocar hartazgo. Empieza a provocar mareo la halitosis ideológica con que se manejan palabras solemnes que nada tienen que ver con lo que está ocurriendo. Empieza a resultar agotador que España sea incapaz  de abordar  los temas en los que debería basarse su regeneración  para encarar los tiempos difíciles. Y todo porque, en un largo   verano de frivolidad ni nos planteamos la necesaria provisión para afrontar el invierno de nuestro descontento.

  Como hemos consumido una a una las reservas de nuestro lenguaje, hemos llegado a lo más hondo de la crisis sin palabras significativas que orienten nuestro conocimiento. Ni siquiera estamos de acuerdo en cómo  referirnos a nuestros problemas.  El terrorismo exige llamarse conflicto vasco. La impugnación de la unidad constitucional de España, soberanía popular. El clientelismo electoralista, defensa de los ciudadanos. La indiferencia moral, laicismo progresista. La desnacionalización de la cultura, respeto a la diversidad. El desprecio por el mérito, igualdad de oportunidades. La renuncia a la complejidad intelectual, respeto a la audiencia. La destrucción de la enseñanza, pedagogía. El problema de España no reside en la envergadura de sus dificultades, sino en esa absurda carga de complejos que llevamos a nuestras espaldas. Cuando se prefiere una mentira consensuada a la verdad, es que estamos ante una sociedad enferma, ante una nación sin pulso, ante una ciudadanía melancólica que decide  esquivar los desacuerdos  en vez de  mantener en pie sus principios.

Los inquietos defensores de la escuela pública y de la calidad de la enseñanza que han llenado las calles de las ciudades españolas no sólo están equivocados, sino que son, ellos mismos,  el síntoma de una equivocación. Posiblemente, del error más grave que se cometió en los años en que debíamos haber puesto los fundamentos de un sistema educativo y preferimos atender a   otras reivindicaciones, cuya satisfacción suponía  la  pacificación de un sector en conflicto,  pero  a costa del  grave daño   que se causaba no sólo a nuestra enseñanza, sino al conjunto de valores con  los que se  pretendía   armonizar   la  labor  de preparación profesional y  la rectitud cívica de  los jóvenes y adolescentes.

Dejemos de lado ya las coartadas de estas movilizaciones: aquí nadie está luchando en defensa de la cultura, de la igualdad de los ciudadanos en su acceso a la enseñanza, de los mejores recursos para que nuestros estudiantes adquieran preparación profesional y formación científica. Aquí se plantean legítimas reivindicaciones laborales, elementos de negociación en un conflicto que no puede dejar de considerarse en lo más profundo de una crisis que afecta a los recursos con los que cuenta el Estado para atender sus servicios. No aceptemos entrar en la habitual inflamación del lenguaje, en la acostumbrada hipérbole que justifica la defensa de los intereses de un grupo convirtiéndolos en causa de todos, en interés común, cuando no, como es ahora el caso, de la defensa de la cultura frente a la barbarie ministerial. Con lo que hemos llegado a ver en estos años, la demagogia nos coge confesados.

Vamos a lo que cuenta. Vamos a lo que verdaderamente tiene que ver con el estado de nuestro sistema educativo. Vamos a lo que ha sido una infatigable tarea de demolición de todo aquello que  se consideraba una enseñanza capaz de cumplir lo que prometía a los ciudadanos: la recompensa al esfuerzo, la preparación técnica, la solvencia científica, la promoción justa en una sociedad abierta, el vigor de una cultura que permitiera adquirir conciencia social y destreza profesional al mismo tiempo. Entonces, cuando empezábamos la andadura de nuestra democracia, era cuando debían haberse alzado las voces para que todo el mundo entendiera que la nueva España sólo podría cumplir sus expectativas respetándose a sí misma, siendo una nación por fin dispuesta a ofrecer una verdadera igualdad de oportunidades, por fin preparada para recompensar el mérito de quienes se esforzasen, por fin exigente con la calidad de su profesorado, por fin rigurosa con quienes debían estar bajo el amparo de una verdadera autoridad académica.

Cuando todo empezaba, en la constitución de España como una democracia moderna, de cuyo sistema educativo dependía la mayor parte de su calidad social, se prefirió seguir otro camino que nada tenía que ver con el rigor,  con la igualdad ni con la libertad, aunque estas palabras flotaran, como restos de materia orgánica cultural, en los discursos reivindicativos y en las ordenanzas ministeriales. La autoridad de los docentes fue devastada por una legislación que la identificó miserablemente con el autoritarismo. La distinción del trabajo personal fue sustituida por la unánime mediocridad.  El derecho de los  enseñantes a una promoción basada en los méritos cedió el paso a la acumulación de inertes años de servicio.  El ambiente de las aulas abandonó cualquier carácter formativo, entregado a una penosa mezcla de excitación pedagógica y renuncia a la complejidad del conocimiento. La participación de los padres en la formación de sus hijos dio paso a la inaudita insolencia con la que solicitaban que se les regalaran títulos académicos, y a la no menos preocupante capacidad de amedrentar a aquellos profesionales que trataban de inculcar un mínimo sentido del decoro y la disciplina a sus alumnos.

No es que la crisis y, mucho menos, la  malevolencia de un equipo ministerial amenacen  la enseñanza pública. Es que la previa destrucción de la enseñanza ha disminuido nuestros recursos para hacer frente a la crisis. En ninguna parte como en España se ha vivido a tanta velocidad  y con tal profundidad  el agotamiento de referencias culturales, la carencia de sentido ético en la vida social, la aspiración al medro, la picaresca en la promoción, la relajación de nuestra rectitud moral. Todo ello tiene que ver con el periodo de formación de varias generaciones de españoles: fue más fácil ceder a las presiones de la demagogia, de los intereses corporativos,  de las expectativas lacias de los perezosos y de la sobreactuación infantil de padres protectores.

A todos esos ingredientes se sumó una disposición a ceder que no fue tolerancia política, sino simple falta del sentido del deber con aquel pasado que era nuestro presente. De la inmadurez de los ciudadanos y de la irresponsabilidad de sus representantes podrá brotar la inercia, pero nunca el futuro. De aquel sueño de un sistema educativo a la altura de nuestra ilusión por construir una sociedad justa, dispuesta a cumplir las legítimas aspiraciones de quienes más se esfuerzan, sólo quedan los restos de un viaje asaltado por la demagogia y rendido por la cobardía.  Es, de nuevo, aquella España que pasó y no ha sido. Es, de nuevo, aquella España en vano.

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