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Los asesinos de ETA van a salir de la cárcel. Todos, sin excepción. Y será muy pronto. Y lo aceptaremos. Unos con resignación, otros con indiferencia y algunos con alegría. Así ha ocurrido desde que se produjo la primera de las impunidades, cuando en octubre de 1977 se promulgó la Ley de Amnistía. Una Ley que eliminó la responsabilidad penal de 71 asesinatos terroristas. Desde el del recordado estos días José Pardines, cuyo asesino es homenajeado y considerado un héroe por miles de personas, hasta los del presidente de la Diputación de Vizcaya, Augusto Unceta Barrenechea, y los dos guardias civiles que le escoltaban, Antonio Rivera Navarrón y Ángel Hernández Fernández-Segura, asesinados justo al día siguiente de que el Consejo de Ministros ratificase el proyecto de aquella Ley.

En un intervalo de nueve años fueron asesinados 16 Guardias Civiles, 17 policías, dos alcaldes, cuatro taxistas, un cocinero, dos camareros, obreros, mecánicos, industriales como Javier Ibarra, cuyo secuestro y muerte fue el culmen de la crueldad, conductores de autobús, una maestra, un panadero, un ama de casa, un estudiante y así hasta completar la macabra lista de los 71 primeros crímenes impunes de ETA, entre los que se encuentra también el de un presidente de Gobierno, que muchos celebraron con alborozo.

Aquellos crímenes no fueron óbice para que el Congreso aprobase por 296 votos favorables, dos en contra, 18 abstenciones y un voto nulo, la ley que decía que quedaban amnistiados “todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado”, una forma eufemística de incluir los delitos de sangre, los 71 asesinatos cometidos hasta aquel momento por ETA que a ojos de la ley dejaron de existir. En total, fueron amnistiados 1.232 etarras, de los cuales 676 se reintegraron en la banda. Los más sanguinarios, los más mortíferos, los peores criminales que sembraron España de muerte y dolor en los años 80 y 90 fueron etarras amnistiados que pudieron seguir matando gracias a la inconsciencia de los políticos de entonces. La Historia lo tendrá que reconocer, antes o después.

Algunos de los que salieron entonces de la cárcel fueron Francisco Múgica Garmendia, que posteriormente fue autor de 22 atentados que causaron 37 asesinatos; Santi Potros, autor de la matanza de Hipercor, que 41 años después vuelve a verse beneficiado por las medidas de gracia de un Estado ansioso de perdonar a sus peores verdugos; el Carnicero de Mondragón, que mató a 17 personas después de ser amnistiado y que ahora está en la calle gracias a la derogación de la Doctrina Parot y tantos otros cuya sola mención repugna.

Unos años y varios cientos de muertos más tarde, en 1982 se volvió a decidir que para luchar contra el terrorismo la mejor fórmula era ofrecer impunidad a cambio de desmovilización. Se pactó literalmente paz por presos y regreso de huidos sin contrapartidas políticas. Trescientos terroristas volvieron a sus casas sin responder por sus delitos. A los que estaban pendientes de juicio se les ponía en libertad provisional bajo fianza y, posteriormente, se les concedía la absolución o el sobreseimiento; a los ya juzgados y encarcelados, el Gobierno les concedió indultos individuales -fueron 44- y los huidos fuera de España se presentaron ante el juez de la Audiencia Nacional que los tenía procesados y que los dejó en libertad, sin cargos. Con aquellos pactos oscuros se retorció el Estado de derecho, se engañó a los españoles y se privó a numerosas víctimas del amparo de la justicia. ETA, implacable, siguió matando.

A lo largo de los años, desde el principio de la democracia -salvo en algunos cortos periodos- se han manchado las togas con el polvo del camino y se ha utilizado la política penitenciaria en las negociaciones que se han entablado con los terroristas siempre que ellos han querido. ¿Cuántos han sido excarcelados prematuramente por causas ajenas a la estricta justicia? ¿Por qué se les ha trasladado tantas veces el mensaje de que el cumplimiento de las condenas es una cuestión flexible? Ellos tomaron nota, desde el principio. Sabían que doblegaban voluntades, que la responsabilidad por sus crímenes era negociable y que podían conseguir la impunidad. No sólo de los más de 300 asesinatos que no se ha logrado resolver aún, sino gracias al entreguismo de gobernantes débiles que no creían -no creen- en la capacidad de la democracia para derrotarles con ley y justicia, sin trampas, mentiras ni claudicaciones.

Por eso, durante décadas, se han buscado todo tipo de subterfugios para tratar de lograr un final del terrorismo a cambio de concesiones políticas y de impunidad. Han salido presos enfermos, en huelga de hambre, los que tenían buena conductao los que se sacaban títulos universitarios con la inestimable colaboración de la Universidad del País Vasco. Más de un centenar siguen huidos de la justicia, aunque pronto les avisarán desde la Administración de que si quieren pueden volver porque sus delitos habrán prescrito oportunamente.

La impunidad ha sido una constante, una baza ofrecida a unos delincuentes que no han sido tratados como tales individualmente, sino como miembros de una organización poderosa, capaz de marcar al Estado lo que tiene que hacer. La pasmosa derogación en 2013 de la Doctrina Parot, utilizando al Tribunal Europeo de Derechos Humanos como coartada, fue la penúltima hazaña que lograron.

Quedan 224 terroristas en las cárceles españolas. Hace siete años eran 559, pero el tiempo pasa deprisa, las Vías Nanclares, la derogación de la Doctrina Parot y los terceros grados han hecho su labor, como también la harán pronto los acercamientos, previos a las excarcelaciones definitivas exigidas por el PNV, ese partido tan leal a los intereses de España y tan sensible con las víctimas. Y cuando los últimos que quedan cumpliendo condena salgan, ahí estarán sus amigos para darles la bienvenida como merecen. Les homenajearán con ovaciones, aurreskus, banderas y, por supuesto, con un inmenso agradecimiento. En los últimos seis meses han recibido así a 99.

El consenso es generalizado. Si queremos “paz y convivencia”, tenemos que aceptar que hay que dar un trato privilegiado a quien menos lo merece. Aceptamos con pragmatismo que los sembraron el terror y mataron para destruirnos como sociedad y como Nación, paseen impunes por sus pueblos y vayan a los mítines de sus partidos políticos a ser jaleados y a reivindicarse a sí mismos. Con la satisfacción del deber cumplido. Los muertos “están en el hoyo”, como acuñaron los proetarras mientras increpaban a familiares de víctimas y ellos en sus casas, con sus familias. Nos dicen que éste es el mejor final. Después de todo el pasado no se puede cambiar, ¿O sí? Y hay que mirar hacia el futuro. Aún les queda mucho trabajo por hacer. Desde las instituciones, por supuesto.

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