Cuando se perdona lo imperdonable y se tolera lo intolerable se rompen los códigos de convivencia
EL Papa Benedicto XVI, en unas de las célebres conversaciones con Peter Seewald, comentó hace años el mucho daño que había hecho a la Iglesia el perdón. Puede sorprender la frase cuando el perdón es esencia misma del mensaje de Cristo y de la Iglesia misma. Hablaba el Papa bávaro de los escándalos de abusos sexuales habidos en el seno de la Iglesia católica y que tan infinito daño hicieron a la misma. Y lamentaba que durante décadas se entendiera la caridad cristiana en el perdón de forma que había generado una fatal percepción de impunidad. Porque no puso coto a los desmanes y probablemente hizo proliferar esas detestables prácticas. Y porque por bien intencionado que fuera, aquel perdón era muchas veces una afrenta y un dolor añadido a las víctimas. El Papa lamentaba que tras el perdón cristiano hubiera otras motivaciones como la comodidad o miedo al conflicto de las autoridades eclesiásticas.
Las sabias palabras de Benedicto XVI contra el mal perdón vienen a cuento cuando se buscan explicaciones a conductas execrables como las de Alsasua el sábado. Cuando se perdona lo imperdonable y se tolera lo intolerable se rompen los códigos de convivencia. Y la impunidad hace crecerse al injusto, al violento y al malvado, que recurrirá a su ventaja para cometer nuevas afrentas, nuevos crímenes y abusos. Cuando se concentran cincuenta adultos para dar todos juntos, sin objeción de ninguno de ellos, una paliza de hospitalización a cuatro personas indefensas, entre ellas dos mujeres, es que allí fallan esos códigos de la convivencia civilizada. Que tantos individuos tengan atrofiado todo sentido de nobleza y justicia no es accidental. Tamaña vileza solo puede deberse al odio. Y revela el daño del mal perdón que durante tantos años se ha aplicado al movimiento separatista antiespañol, a sus crímenes y a su constante labor de destrucción de la legalidad española en Navarra y el País Vasco y la libertad constitucional.
Se ha tolerado lo intolerable que es la siembra del odio. Las componendas en Madrid con los nacionalistas y la indolencia de la clase política hicieron que la única ley que realmente se aplicara fuera la del mínimo esfuerzo. Ese perdón culpable empezó por tolerar que se quitaran unas banderas preceptivas y culminó décadas después en un cobarde acuerdo bajo la manta entre el gobierno Zapatero y la banda terrorista ETA. El Estado incurrió en complicidades inconfesables y en parte delictivas para cumplir ese pacto infame. Desde entonces los postulados del terror avanzan y ganan fuerza en las instituciones. Aunque en los últimos años Cataluña tomara el papel de vanguardia destructora. La derrota policial de ETA se convirtió por interés de Zapatero en la victoria de un separatismo que el frentepopulismo quiere de aliado. Con unas generaciones jóvenes que ya solo conocen su historia inventada. La cultura de la impunidad, del mal perdón, ha sido el principal motor de la expansión del separatismo antiespañol del País Vasco y Cataluña. Que no mata porque no lo necesita. Que tiene de cómplice a la izquierda antisistema de Podemos. Y a la indiferencia general de la sociedad española como mejor aliado. Nada simboliza mejor la impunidad que los 300 asesinatos de ETA sin resolver que no se investigan. Hay quienes no resignan. Ahora se estrena una película de Iñaki Arteta sobre «los 300». La Fundación Villacisneros lanza una iniciativa para reabrir casos no resueltos. Quien quiera que hechos como los de Alsasua se hagan imposibles, quien crea en reconquistar para la legalidad y la libertad toda España debe entender que la batalla se centra en el fin de la impunidad. De los asesinos no identificados, de los bárbaros del sábado o de Arturo Mas.