Tal vez la victoria la consigan las generaciones que están por venir, alejadas de prejuicios y sectarismos trasnochados. Ellos quizá serán capaces de dignificar nuestra democracia
Sigue siendo doloroso recordarlo, Gregorio Ordóñez es asesinado por ETA el 23 de enero de 1995. El mismo nudo cierra mi garganta 21 años después. Aunque intento hacerlo alejada de la melancolía, de sentimentalismos, aunque día a día veo crecer a nuestro único hijo, en quien reconozco la huella del padre, sigue temblándome, al escribirlo, la mano sobre el papel.
Recordarle es sin duda un ejercicio de obligado reconocimiento a su inmenso trabajo, a su entusiasmo, a su honradez, a su voluntad de servicio, a su valentía. A su audacia.
Hoy algunos deben pensar que lo audaz es presentarse en mangas de camisa o con un bebé en brazos en el Congreso de los Diputados. Pienso entonces cómo era hacer política en los años 80 y 90 en el País Vasco. Aunque las comparaciones son odiosas, siento que lo realmente audaz en este país era sin duda sentarse en 1995 en el Parlamento vasco, como lo hacía Gregorio Ordóñez, y compartir escaño con individuos como José María Olarra, parlamentario por HB, que de vocal en la comisión de Derechos Humanos de la Cámara vasca pasó a negociador desde HB con el PNV a la cabeza para modificar el trazado de la autovía de Leizarán según una curiosa manera de entender la ingeniería que tenían los etarras –costó tres muertos, tres asesinados–; el que dijera apenas dos meses después de que ETA asesinara a Gregorio Ordóñez aquello de «hasta ahora solo hemos sufrido nosotros, pero están viendo que el sufrimiento empieza a repartirse», según recoge el informe Foronda. Recién inaugurada la ponencia ‘Oldartzen’.
Audaz fue Gregorio Ordóñez cuando decidió representar a Alianza Popular en Euskadi, en los años 80; fue revolucionario desde entonces su discurso, cuando defendía sin aspavientos ser vasco y español, a pesar de la presión nacionalista que contaminaba todos los ámbitos: social, cultural y político; un nacionalismo que sometía a la sospecha permanente a quien no lo fuera; mientras el terror etarra segaba la voz de cientos de ciudadanos inocentes. Coches-bomba, asesinatos, amenazas, secuestros y toda una estética urbana dirigida a marcar las calles de Euskadi como territorio hostil para quien no se definiera como nacionalista. Esas calles y plazas que tanto esfuerzo ha costado recuperar para la democracia. Hoy el territorio a conquistar se traslada a cómodos platós televisivos donde nuevos rostros hablan de lucha, sin rastro de barro en las zapatillas de diseño, y dan lecciones a diestra y siniestra de democracia; políticos a quienes los propios medios convierten en vedettes de un espectáculo, cuando menos, bastante aburrido.
Audaz fue sin duda Gregorio Ordóñez cuando defendía desde el respeto más sincero la Constitución Española, esa que hace posible que nuestros hijos puedan aprender euskera, esa que hace posible una administración pública descentralizada, una sanidad autónoma y pública, esa que garantiza nuestros derechos y libertades. Pero por lo visto lo audaz hoy es redactar millonarios planes de paz y convivencia, para una comunidad en la que no ha habido guerra sino terrorismo, y donde convivimos desde hace años todos. ¡Hasta Valentín Lasarte se pasea por las calles de San Sebastián! O casi todos: ETA decidía quién tenía derecho o no a seguir con vida en Euskadi. Lo audaz hoy es erigir institutos de la memoria y la convivencia –de nuevo encuentro el binomio en la definición del proyecto vasco–, donde se manipula la historia que justifique el plan de convivencia. Aunque me queda la duda de si es al revés.
Audaz era sin duda Gregorio Ordóñez cuando defendía el Estado de Derecho y exigía justicia para las víctimas del terrorismo, cuando se enfrentaba a cara descubierta, con un discurso claro, a los etarras y sus cómplices escondidos entonces bajo las siglas de HB, ¡hoy sabe Dios!, mientras algunos de los compañeros de su propio partido se repartían poltronas y sobres en Madrid.
De los audaces es la victoria, escribe Virgilio cuando está a punto de iniciarse la batalla del Lacio, en la ‘Eneida’. He buscado, sigo buscando algún rastro de victoria en la muerte de Gregorio Ordóñez. Escucho el discurso oficial del Gobierno referirse continuamente a la derrota de ETA; asisto a la decisión de ETA de dejar de matar; sin embargo, no encuentro signos para la victoria. Al contrario: más de 300 asesinatos de ETA sin resolver, el proyecto político de ETA bajo siglas diversas en nuestras instituciones, una organización terrorista que ni se ha disuelto ni se ha entregado ni colabora con la Justicia. No siento ni la derrota de ETA, ni la victoria de los demócratas. Resulta frustrante. Tal vez no ha llegado todavía el momento. Tal vez la victoria la consigan las generaciones que están por venir, alejadas de prejuicios y sectarismos trasnochados.
Ellos quizás serán capaces de dignificar nuestra democracia desde la Justicia, la que se escribe con mayúsculas, la que conseguirá resolver los más de 300 casos de asesinatos de ETA pendientes. De dignificar la política, si consiguen terminar con la corrupción y construir un discurso esperanzador y sólido, desde el respeto. De ellos será tal vez la victoria, si son capaces de entender la historia y de construir el relato veraz de lo sucedido. Hombres audaces llenarán sus páginas, como Gregorio Ordóñez, o Fernando Múgica, o Miguel Ángel Blanco, en una lista sangrienta y terrible de 858 españoles inocentes a los que debemos el agradecimiento permanente por haber defendido nuestra democracia. En cualquier caso, para muchas familias, y para la propia historia de España, será una victoria amarga.