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Una de las cosas que he escuchado a Quim Torra y a los independentistas catalanes es que Europa les ha dado la razón. Me parece excesivo identificar el continente con un tribunal de Schleswig-Holstein. Que sepamos, ningún Estado ha reconocido todavía la independencia de Cataluña ni ningún dirigente de peso ha criticado a la Justicia española por iniciar acciones penales contra Puigdemont y sus colaboradores.

Los independentistas son artistas en el uso de la metonimia de suerte que confunden siempre la parte con el todo. Hablan de Cataluña como si todos los catalanes fueran nacionalistas y esgrimen conceptos como democracia, derechos humanos y otros como si fueran suyos. Pero hay que reconocerles una cosa: que están ganando la guerra del lenguaje. Eso se pudo constatar en la reciente entrevista entre Pedro Sánchez y Torra en La Moncloa, en la que el Gobierno asumió palabras como bilateralidad y conflicto que legitiman las reivindicaciones de quienes se burlan de la legalidad constitucional.

El mayor triunfo del independentismo es haber impuesto su agenda política para que todos hablemos de lo que ellos quieren hablar. Pero jamás se pone sobre la mesa de la negociación las ingentes aportaciones de dinero del Estado a Cataluña a través del FLA, el permanente dispendio de recursos de la Generalitat para financiar la demolición del ordenamiento legal, la marginación del castellano en las escuelas o el acoso social a quienes se manifiestan en contra de su sagrada causa.

Si Torra quiere hablar, hablemos también de eso porque él acusa al Estado de rechazar el debate sobre la autodeterminación, pero se niega a aceptar que los que no somos nacionalistas podamos cuestionar los abusos, el sectarismo y la utilización de las instituciones del Gobierno catalán.

En realidad, el movimiento independentista se está transformando en un monstruo de pensamiento único que, como sucede en los regímenes totalitarios, excluye a quienes osan disentir del discurso dominante. Eso se observa perfectamente en los escritos supremacistas de Torra, digno heredero de un personaje como Puigdemont que, por cierto, al día siguiente de proclamar la independencia, huyó de su nueva patria sin la menor consideración a quienes se quedaron.

Como resulta obvio, el independentismo sólo entiende el diálogo como aceptación incondicional de ese derecho a la autodeterminación que ningún país europeo reconoce. Nuevamente amenaza con no respetar las decisiones judiciales y sigue sin renunciar a la vía de la unilateralidad.

En estas condiciones, cualquier negociación se vuelve un chantaje y un signo de debilidad que sólo servirá para alentar a estos aprendices de brujo para los que el fin justifica los medios. La estrategia de Sánchez es equivocada porque el apaciguamiento sólo va a contribuir a que se crezcan en sus exigencias. Si el independentismo no acepta expresamente el respeto a la legalidad vigente, un principio básico irrenunciable, es mejor mantenerse firme y no negociar con quien te insulta y te menosprecia.

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