“Cuando la ideología está por encima del conocimiento y se cree libre de crítica, el resultado es la falacia y el triunfo de la leyenda y la propaganda sobre la Historia. Cuando un país (y quienes lo gobiernan) desprecia la cultura porque no aparece en las preocupaciones de la ciudadanía en las encuestas, el resultado es el olvido de nuestra Historia. Y de nosotros mismos”
Tal año como este, se cumplen cinco siglos de la muerte del Rey Fernando de Aragón, esposo de Isabel. «Se le cayó la quijada», como escribiera el cronista Lorenzo Galíndez de Carvajal, en una humilde casa, propiedad de la orden de Calatrava en Madrigalejo. Lejos estaban sus días de gloria.
El rey implacable que había ganado tantas batallas se rendía ante un ictus, dicen que provocado por la excesiva ingestión de un afrodisiaco. El gran diplomático sabía que con la muerte no había amaño posible. El seductor que tantas semillas había plantado se despedía de la vida sin tener el hijo que tan esforzadamente había buscado con la joven Germana de Foix.
Si es cierta la leyenda de que cuando mueres toda tu vida pasa por delante de tus ojos, no cuesta imaginar que muchos de los últimos pensamientos de Fernando fueran para Isabel, la mujer a la que más admiró. Juntos compartían el sueño de que Castilla y Aragón siempre tuvieran un rey nacido en estas tierras. De que la corona no pasara a manos extranjeras, resultado de complejas políticas matrimoniales. Saber que su muerte suponía el fin de la dinastía Trastámara debió de sumirle en una amargura muy superior a la felicidad de los sueños cumplidos, que no fueron pocos.
Sin duda, esa certeza debió de dolerle más que las heridas sufridas en sus muchas batallas o la cuchillada del enajenado que atentó contra él en Barcelona. Como guionista, me hubiera encantado escribir esta escena.
Como guionista, aviso, escribo estas líneas, que no como humilde licenciado en Historia: hay muchos historiadores más ilustres para desgranar las virtudes o defectos del Rey católico. Los guionistas navegamos entre hechos históricos, llenando esos huecos que hay entre uno y otro sin que chirríe. Esa travesía solo se puede hacer con respeto (es decir: con documentación) y desde la perspectiva de la época en la que se escribe.
Desde ese mirador, imagino a Fernando viajando por el futuro que no vivió. Y no me cuesta imaginarle decepcionado con sus herederos de la Casa Habsburgo, por muy grande que fuera su imperio. Buen estratega, Fernando les habría aconsejado que nunca tuvieran más guerras que las que pudieran ganar. Que con las Indias y la península ya tenían bastante como para querer abarcar la vieja Europa. Y que no hay imperio que pueda sostenerse sobre la miseria de sus súbditos. Él, sin ejército propio ni una estructura estatal como la de sus sucesores, había manejado con no menor tino tanto la política exterior como la unificación interior (no sin decisiones discutibles, por cierto).
Desde el ahora, y sabiendo de la voluntad de dejar huella de Fernando, más decepcionado le imagino viendo la mala fortuna historiográfica que ha tenido su figura. Para Maquiavelo fue el príncipe por excelencia, capaz de ser zorro astuto y, si era necesario, león aguerrido. Para otros, un tirano. Unos definen su obra como creador de la unidad española. Otros alegan que ese concepto no existía en la época en la que vivió. Para los castellanos fue un aragonés. Para los catalanes, un castellano. Bien escribió Vicens Vives del tema poniendo las cosas en su sitio.
Pero lo que más le dolería a Fernando, si pudiera ver nuestro presente, es el olvido. Lo mal que trata España a su Historia y a sus héroes. No quiero decir con esto que nuestros héroes sean inmaculados ni estén exentos de críticas. Pero sí que no pueden ser olvidados, como lo está siendo Fernando en el quinto centenario de su muerte. No es el único ejemplo. Basta comparar los fastos ingleses en relación con el centenario de Shakespeare con la amnesia española hacia Cervantes.
Tampoco es nuevo, porque es un asunto que no sólo es fruto del desprecio de este país con las Humanidades, sino de la ignorancia que deriva de ello. Cuando recibí el encargo de crear la serie Isabel tuve dos sentimientos encontrados. Por un lado, de alegría: relatar la vida de una mujer capaz de gobernar en el siglo XV era un reto maravilloso. Por otro, de estupefacción: ¿cómo no se había hecho antes? En cualquier país occidental ya se habrían hecho una docena de series al respecto. Pronto supe las razones de esto último. En las redes sociales, aparecieron dos corrientes: la que tenía a Isabel como una santa y como madre de la patria española una, grande y libre, y los que la consideraban una mujer de poca higiene, símbolo del genocidio americano y de las posturas más reaccionarias. No había término medio.
¿Cuántas versiones hemos visto de los héroes de El Álamo? Muchas. ¿Cuántas de los héroes de Baler? Una. Y debutaba Tony Leblanc en el cine. Era el año 1945. ¿No merecen los Episodios Nacionales de Pérez Galdós una serie? ¿Ni Bailén? ¿Ni la batalla de los Castillejos con Prim a la vanguardia rodeado de voluntarios vascos y catalanes junto a batallones venidos de Chiclana, Córdoba o Cuenca?
Dios, qué buen vasallo si oviesse un buen
señor es la frase que mejor define cómo tratamos a los principales protagonistas de nuestro pasado. Curiosamente, muchos expertos dicen que se debe, como la Jura de Santa Gadea, a la imaginación de un escritor. La leyenda por encima de la Historia.
Pero no hay medicina para tan cruel enfermedad. Pasan los siglos y pasan las personas y nuestra Historia sigue abandonada. La miramos con vergüenza, cuando no como campo de batalla de ideologías contrapuestas. Y no hay ideología que valga si está por encima del conocimiento, del análisis y de la crítica. Y sobre todo, de la difusión de algo tan esencial como nuestra identidad y nuestra memoria. Para saber de nuestros valores y de nuestros defectos, que de todo hay. Para mantenerla viva (con sus luces y sus sombras) entre las siguientes generaciones sin que sea un arma arrojadiza. Para ser motivo de unión, pese al necesario debate (esa palabra que se confunde con pelea).
Cuando la ideología (sea la que fuere) está por encima del conocimiento y se cree libre de crítica, el resultado es la falacia y el triunfo de la leyenda y la propaganda sobre la Historia.
Cuando un país (y quienes lo gobiernan) desprecia la cultura porque no aparece en las preocupaciones de la ciudadanía en las encuestas. Cuando la identifica con las fiestas patronales y el mero entretenimiento (pan y circo), el resultado es el olvido de nuestra Historia. Y de nosotros mismos.
Con la falacia y el olvido no es que no se pueda entender nuestro pasado. Es que no se puede construir el futuro.