Era utópico pensar que íbamos a librarnos de lo que no se han librado Alemania, Inglaterra, Bélgica o Francia. De hecho ya estábamos teniendo suerte, aunque la suerte, en materia de seguridad, haya que trabajarla. Las fuerzas policiales españolas la han trabajado a fondo y con eficacia pero el riesgo cero no existe y menos ante un terrorismo que ataca al azar y usando coches como arma. Nadie está a salvo en esta maldita guerra declarada contra la sociedad abierta, libre y democrática. Negar la existencia del mal, la evidencia de su siniestra encarnación en nuestras propias vidas, podrá conformarnos pero no lo evita ni lo espanta.
Estamos a prueba. Como sociedad civil, como pueblo solidario, como Estado y como nación políticamente desarrollada. Esta es la clase de hechos que definen un carácter colectivo, su entereza ante una agresión tan cruel como arbitraria. Es la hora de la grandeza de miras, de los liderazgos solventes, de la nobleza de espíritu, de las luces largas. En los próximos días vamos a ver y oír en acción a muchos cretinos de toda laya; éste es un país que fabrica sectarios y estúpidos en serie y a gran escala. Es muy probable que asistamos a manipulaciones ventajistas, a posverdades virales, a inculpaciones arrojadizas, a explicaciones sesgadas. Ésa es la onda expansiva del terror, la que revienta por dentro la convivencia, la que siembra dudas y discordias, la que utiliza el miedo y la ira como metralla. La última vez que ocurrió algo así se fracturó la médula social y en la radiografía salió una España asustadiza, enconada de odios y recelos, y una clase dirigente oportunista incapaz de situarse a la altura de las circunstancias. De algo debería servir aquella experiencia dramática; en estos momentos no cabe resignarse a aceptar que acaso no hayamos aprendido nada.
Sean conscientes o no de ello los autores de la matanza, han elegido un punto neurálgico de máxima crispación, un escenario inflamable de delicadeza máxima. No han podido encontrar para su macabro designio un escenario más propicio que esta Barcelona crispada por un conflicto artificial en una atmósfera cargada de suspicacias. Pero también se trata de una oportunidad de reforzar esos hilos invisibles que más allá de desvaríos políticos mantienen cosida la urdimbre sentimental de España. Y en esto se va a retratar todo el mundo, desde los usuarios de las redes sociales hasta una dirigencia pública que está ante la obligación de acreditarse como élite digna de confianza. Cada uno va a dar la medida de su estructura moral, de su responsabilidad institucional y de su conciencia ciudadana. Éste es un momento clave, decisivo, del que puede salir una autoestima colectiva reforzada en el dolor o una herida definitiva, letal, en la cohesión comunitaria.
Es tiempo de no equivocarse. De apreciar las virtudes del silencio y el riesgo de las palabras innecesarias.