Cuando termina la última batalla y la sociedad está todavía atónita por el último disparo, cuando se está en ese instante incierto en que ni hay guerra ni hay paz, ha comenzado el pulso por el relato. Lo tiene más claro quien más responsabilidad tiene en la tragedia de los años pasados. Hasier Arraiz, presidente de Sortu, declaró hace unas semanas que la izquierda abertzale no debe «rechazar ni revisar su pasado» y que su decisión de hace 35 años –cuando ese espacio político optó por rechazar la vía hacia la democracia y respaldar por completo la estrategia terrorista de ETA– era «una elección acertada». Dos generaciones de activistas inmolados en una confrontación que les devuelve al cabo del tiempo a la misma democracia que rechazaron a tiros demandan una explicación/justificación a tanto derroche, un relato construido que les conforte pensando que sirvió para algo. Obviamente, los casi mil asesinados y los miles de afectados por 40 años de terrorismo no son de la preocupación ni del dominio moral de Arraiz y los suyos.
¿Tiene la sociedad democrática la misma preocupación por contar lo que pasó que la que expresa el entorno de los victimarios? No. En este punto y momento también, la vasca y la española siguen siendo sociedades diferentes ante el terrorismo. La primera, consciente de que su contribución al final de esa lacra ha sido por lo menos discutible y víctima en primera instancia del horror sufrido, prefiere pasar página y sumergirlo todo en cantos de reconciliación y de dolor y respeto por «todos los sufrimientos de todas las personas». La española, más preocupada por la crisis, ha mandado el tema a un nivel postrero en sus preocupaciones, pero se muestra exigente cuando se le formula la cuestión de los terroristas y de sus víctimas. La una quisiera administrar el olvido reparador, la otra la memoria restauradora.
Similar desajuste se aprecia en la política y la investigación social. ¿Es posible un relato riguroso, democrático y común sobre el terrorismo? No lo es a corto y medio plazo para la política. Ahí está el Plan de Paz y Convivencia del actual Gobierno Vasco, tratando de meter en la cultura democrática a los que hace 40 años decidieron no participar de la misma y hacerlo sin expulsar a la vez a quienes –la izquierda y la derecha no nacionalista– sostuvieron el edificio democrático a costa de sus propias vidas. Tarea compleja, hacer un huevo cuadrado, de la que en su fracaso volverá a salir triunfante el nacionalismo gubernamental, siempre cómodo en esa imagen de Cristo entre dos ladrones. El tiempo y la lógica de la política no admiten hoy ese relato ni en términos de mínimo común denominador; «suelo ético», como se dice en la fábrica de palabras que es Euskadi. La historia y la memoria de la Guerra Civil nos lo siguen explicando después de más años.
Pero ése no debe ser el impedimento para los investigadores sociales. Burke escribió sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa en 1790, cuando todavía Luis XVI tenía la cabeza en su sitio, y Trevor-Roper presentó su informe sobre el paradero de Adolf Hitler ¡el 1 de noviembre de 1945!, que todavía se lee hoy como formidable estudio sobre el régimen nazi (Los últimos días de Hitler). El tiempo y cometido de los historiadores son muy distintos de los de la política y los políticos. A nosotros nos urge la tarea de investigar y dar a conocer lo que pasó, sin pedir permiso a nadie, sin esperar a nadie, sin concertar literaturas mínimas con nadie. Solo con el objeto de que la verdad pueda resplandecer algún día, antes de que desaparezcan o se desvanezcan los testimonios, para que, como le encomendaron a Trevor-Roper, el criminal no se convierta en mito, y a la postre en falsa víctima. O, como decimos en Euskadi, en otra víctima más.
Porque no hay víctima sin historia. Estaba tentado a escribir que sin memoria, pero es sin historia. Si algo no se recuerda, no existe, nunca existió, ni en la memoria oficial ni en la privada. La Guerra Civil vuelve a darnos lecciones de ello. Pero el recuerdo es una transposición de tiempos, del pasado inexistente ya al presente tangible. En esa instancia mediadora la función del historiador (y de otros gremios parejos) es determinante. Hay que construir una referencia precisa de cada una de las victimaciones de estos años, con el rigor empírico de la buena historia. Pero hay también que proporcionar contexto, de nuevo histórico, a cada episodio personal y a todo el proceso en su conjunto. Las víctimas tuvieron un carácter político, a pesar suyo, porque sus agresores querían construir sobre ellas su proyecto político, antidemocrático, totalitario. Si no se explica también eso las víctimas habrán sido víctimas de la mala suerte, de estar en el sitio y momento equivocados, de pertenecer a una entidad inadecuada para lo que se llevaba entonces.
La tarea a la que se enfrenta ahí el historiador es ímproba, pero ineludible. Primero, por la circunstancia de asistir a un hecho histórico de primera entidad: algo que ha marcado la vida de los vascos y de muchos españoles durante las últimas décadas. El objeto histórico nos reclama, nos exige el oficio. Segundo, por la condición simultánea de ciudadanos comprometidos con la construcción de una sociedad democrática donde la violencia y el discurso totalitario deben ser desterrados desde la racionalidad. La explicación histórica debe contribuir a ello. Tercero, porque debemos hacer nuestro trabajo como la humanidad que es, con sentido humanista ante la tragedia de tanta víctima, sin la simple función relatora o compiladora. Cuarto, porque hay que despejar a un tiempo la amenaza de que el dinamismo del criminal convierta su acción en leyenda, una vez despojada por olvido la náusea de la sangre, y porque hay que sostener la verdad frente a la doble presión de los poderes y de la conveniencia social, unos y otra tendentes a relatos acomodaticios. Cinco, porque hay que hacer el trabajo bien, profesionalmente. También en la investigación social es imposible llegar a un único relato; imposible e indeseado.
PERO TAN NEGATIVO es abrir la puerta al juego posmoderno de que «cada cual tenga su relato». Cuando todo vale, nada es válido. Estamos hablando de relatos serios, rigurosos, adecuadamente construidos, no de opiniones de barra de bar o del anonimato de internet. Como en tantos asuntos abiertos para la historiografía, lo deseable y enriquecedor es la discusión seria y bien formada a partir de relatos discrepantes pero, en la medida necesaria, como diría Tony Judt, plausibles. Algo a lo que precisamente no se está aplicando la abundante literatura y esfuerzo de la izquierda abertzale. Es el problema de tener el punto de mira mal calibrado, el punto de partida voluntariamente equivocado.
A esa tarea de construir con rigor la Historia nos estamos aplicando diversos historiadores y otros profesionales en el País Vasco y en España, para que la historia de 40 años de terrorismo de ETA y de otras formaciones terroristas no se pierda en el olvido, y con él sus víctimas. El libro que se presenta estos días, Construyendo memorias. Relatos históricos para Euskadi después del terrorismo (La Catarata, 2013), coordinado por José Mª Ortiz de Orruño y José Antonio Pérez, del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda, compila aportaciones de expertos en esta materia de la Historia y de las Ciencias Sociales: Juan Pablo Fusi, Santos Juliá, Eduardo González Calleja, Reyes Mate, Rogelio Alonso, Elisabeth Jelin, Ander Gurrutxaga, Carmen Magallón, Luis Castells y José Mª Faraldo. Su objeto es analizar cómo han salido de ésta, de las tragedias de la violencia, otras sociedades en otros tiempos, y cómo deberían salir las nuestras, a partir de qué relato o relatos posibles. Por eso es lectura tan necesaria como recomendable.