A principios del siglo XX Azorín, en su artículo «La continuidad nacional», escribió en ABC que «España no puede dejar de ser lo que es porque España, como los demás países, tiene una tradición, un arte, un paisaje, una “raza” suyos, y que a vigorizar, hacer fuertes, a continuar todos estos rasgos suyos, peculiares, es a lo que debe tender todo el esfuerzo del artista y del gobernante». Tras las guerras civiles carlistas, la pérdida de las colonias y el Desastre del 98, España, herida, abdicó de sus tradiciones, olvidó su identidad y debilitó su cohesión social por la falta de educación de los jóvenes y de la masa social, la hambruna por las malas cosechas y el paro, la mediocridad de sus líderes, la presión federalista de las hoy autonomías y la ineficacia burocrática. Se sucedieron monarquía, dictadura y república, el caos social de la oclocracia estalló y España sufrió la última de sus guerras civiles (¿cuántas van desde Don Rodrigo?), que desembocó en una dictadura y, hoy, en una democracia.
Hace mucho más tiempo, narra Albin Lesky en su Historia de la Literatura Griega, hacia el año 200 a.C. nació el aqueo Polibio. Fue un experto en cuestiones tácticas y poliorcéticas, amigo desde su destierro romano del militar Escipión, a quien acompañó en la campaña ibérica de la caída de Numancia. Y, además, un diplomático y fecundo escritor que en la historiografía comparte ideas con Platón, Tucídides, San Agustín y Hegel. Consideraba la Historia como «magistra vitae» y sostuvo el cambio cíclico de las formas de gobierno de las sociedades.
Su teoría (clásica en Filosofía Política) mantiene que cuando se corrompe una democracia llega la oclocracia y, tras un conflicto, la tiranía de los vencedores. Después, los abusos y fallos de control del poder devienen la tiranía en aristocracia. Luego esta elite cultural y social se torna ineficaz y se metamorfosea en oligarquía. Y cuando la oligarquía se fractura y pierde el mando de las instituciones se impone la democracia por la presión ciudadana. Democracia que no es eterna, enseña Polibio, porque cuando el regidor no coopera al bien común, en las academias no se educa a los ciudadanos en la ética y el amor a la patria, se fragmenta la unidad territorial, y los manejos plutocráticos y partitocráticos degeneran la democracia en una oclocracia, entonces se trocará en tiranía, recomenzando el círculo histórico en las clases de gobierno.
Pasaron los siglos y, aun con los riesgos de comparar las polis griegas con los estados modernos o con España, las tesis de Polibio siguen vigentes. Porque fuese en las polis griegas, en la España de 1898 o en la actual de 2013, para perdurar cualquier democracia es esencial que el gobernante sea justo y el pueblo instruido en la virtud. La democracia necesita el ejemplo ético de sus líderes y la formación humanista del pueblo, para que el ciudadano discierna lo justo de lo injusto, lo bello de lo feo, lo bueno de lo malo, lo sabio de lo necio. Sólo así la masa es comunidad capaz de ser legislada y, con la observancia de la ley, perpetuarse como democracia.
De nuestra España del tercer milenio a la de Escipión, Polibio y el asedio de Numancia han transcurrido siglos de ciencia y evolución social, conquistas de libertades y derechos, y mejora de la calidad de vida y de las garantías fundamentales de las personas. Y no parecen aplicables a España las tesis historiográfica de Polibio, académica de Platón y ética de Aristóteles porque, como insiste nuestra elite en los medios de comunicación, la democracia en España, además de tener un sabiamente atomizado sistema educativo, es progresista, liberal, consolidada, tolerante y guiada por sus mejores ciudadanos. Empero, vista la actual deriva ética e institucional, la crisis económica, la desconfianza del pueblo en sus organismos y representantes, la división administrativa de su territorio, y la falta de criterio escolar y universitario de varias generaciones de españoles, y parafraseando la conocida sentencia del Gatopardo de Lampedusa, cabe la duda de si en la historia reciente de España ha cambiado todo sin cambiar nada y de que no se equivocase Azorín cuando afirmó que «España no puede dejar de ser lo que es».