Esta reacción de apocamiento, de ñoñería acomplejada, se ha producido antes en Inglaterra o en Alemania. De los países golpeados por la yihad, sólo Francia, y con poca convicción, se ha atrevido a plantarle cara. Las sociedades democráticas parecen más preocupadas de preservar su modelo multicultural fallido que de hacer frente a la evidente amenaza. En Cataluña, además, el nacionalismo está utilizando esa falsa integración para reforzar su política identitaria, atrayéndose con subvenciones y regalías a los líderes de las comunidades musulmanas con la idea de sumar masa crítica a su propia causa. El atentado, planificado y cometido ante sus barbas, vino a romper con crudeza ese proyecto de convivencia balsámica pero los Torra, Colau y compañía no están dispuestos a permitir que la realidad estropee sus fantasías iluminadas. La elusión deliberada de todo componente ideológico o religioso encapsula la barbarie en una burbuja de contingencia abstracta. El pacifismo de salón, el blando relativismo de rebajas, sirve de coartada equidistante para soslayar la necesidad de afrontar una batalla en la que el enemigo ha empezado a ganar por el flanco de las palabras.
Porque los crespones, los himnos y las flores encubren la cobardía de no llamar a las cosas por su nombre.