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Precisemos el diagnóstico de lo que le sucede a España, evaluemos la demolición de todo lo que fue nuestro, cuantifiquemos los estragos en un patrimonio que  creíamos a salvo. Lo que nos ha sucedido no es  un desajuste entre gastos e ingresos, una aterradora descompensación de nuestras cuentas, una caída del empleo y un crecimiento del déficit. Lo que nos ha pasado no es la irrupción de conductas impropias, del descaro de los indignos de ser representantes del pueblo. Lo que nos ha maltratado no es la impugnación de la unidad nacional y de nuestro proyecto colectivo como nación a manos de unos caraduras explotadores del Estado, de unos farsantes que ahora nos dicen que nada tenían que ver con el régimen constitucional que ellos mismos construyeron y al amparo del cual siguen gobernando a sus excitados súbditos y a sus desmoralizados ciudadanos. Claro está que todo eso ha  ido brotando, unas veces en rápida sucesión, otras en simultánea exhibición de inflamaciones políticas, fruto de la debilidad de un organismo en estado de indefensión,  alterado gravemente en su sistema inmunológico.

Y esa multiplicación de síntomas es lo que hace  tan  necesario acertar con la verdadera causa de lo que nos está ocurriendo para tratar de ir más allá de todos ellos, sin dejar de atenderlos como se debe, pero sin creer ingenuamente que una estrategia de apaciguamiento de separatistas, de castigo a los corruptos o de ajustes de nuestra fiscalidad habrá de proporcionarnos la cohesión social a la que tenemos derecho. Sin ser tan inocentes como para pensar que la aplicación de esos remedios nos devolverá, de pronto, la seguridad en nosotros mismos, la confianza en las instituciones, el sentimiento de pertenencia a una comunidad que consideramos nuestra y que ambicionamos hacerla justa, próspera y ejemplar.

 

Lo que nos ha descentrado es, naturalmente, el empeoramiento de nuestras condiciones de existencia. Lo que nos aturde es el inmenso nivel de sufrimiento en el que nuestros compatriotas se ven sumidos, sin muchas esperanzas de que las cosas, como mínimo, regresen a  un punto anterior al de la recesión ni que volvamos a soñar con un futuro de bienestar material  creciente. La acumulación de problemas ha camuflado la raíz misma de nuestra adversidad a la que no prestamos demasiada atención, cuando las finanzas nos iban mejor, aunque ya apuntara el desastre cultural presagiado  por un puñado de intelectuales que solo recaudaron la burla de una sociedad opulenta y el sarcasmo de una nación  devaluada. ¿Es que nadie recuerda ya la forma en que se nos advirtió del desorden moral que atravesaba nuestra sociedad, del vaciado de principios, de la quiebra de tradiciones, del desprecio por la verdad y de la fascinación por el escepticismo? ¿Es que nadie reparó en la destrucción de nuestra memoria, la entronización de la  banalidad, la sustitución de los valores por el estilo, el abandono de nuestra identidad como civilización?

¿Quién se responsabiliza ahora de las altisonantes declaraciones sobre el final de nuestras razones culturales, humilladas en una farsante equivalencia con cualquier costumbre ajena? ¿Es que aquí nadie recuerda cómo fue liquidándose  la memoria  de nuestras experiencias más amargas y aleccionadoras, cuya revisión permitió el rescate moral de Europa, superando el fanatismo totalitario de comienzos del siglo XX con el vigor humanista que salvó en un esfuerzo titánico el carácter de Occidente?

Durante más de treinta años, Europa luchó por establecer de nuevo su significado en el mundo. Descubrió en la democracia y la sociedad del bienestar un modelo de crecimiento económico y de libertad personal. Pero fue mucho más allá. Estableció una estricta conexión con eso que habían tratado de arrebatarnos los hijos de la ira y los monstruos de las pesadillas de la razón. Fuimos entonces conscientes de ser portadores de un mensaje de civilización al que no deseábamos renunciar, y esto ocurrió cuando más cerca  nos hallábamos de la catástrofe y, por tanto, cuando mejor supimos emprender el sendero de nuestra penitencia y nuestra redención.

Pagamos muy caro jugar con valores que no deben ser nunca considerados mera ideología pasajera. Estuvimos a punto de extinguirnos como fuente de inspiración  de todo aquello que el mundo ha  levantado en el territorio de la dignidad, la fraternidad y la emancipación del hombre. Pero, con dos guerras europeas, dos masacres inauditas, dos sistemas políticos de espanto y dos oleadas de barbarie a las espaldas, empezamos de nuevo. No desde cero, sino desde lo que habíamos llegado a ser en  los siglos  en que una colectividad tomó conciencia de sí misma en el cristianismo y que, con él en sus manos, abrió las cuencas de la historia para proporcionarnos derechos, belleza, aspiraciones y unas cuantas verdades intangibles mecidas en el respeto por la condición humana.

Todo esto es lo que perdimos cuando los más jóvenes carecieron de su propia memoria de aquel tremendo esfuerzo. Y cuando los mayores se cubrieron de ignominia renunciando a  educar  a las nuevas generaciones en estos valores y permitiendo que su vida se hincara en un despreocupado nihilismo. Un absurdo sentimiento de inferioridad, una malhechora vergüenza ante nuestros principios de siempre, nos hicieron abandonarnos a ese vacío de ideas en el que hemos flotado mientras la economía  nos  deparaba  la sensación de aturdimiento consumista que decidimos llamar felicidad. Ha bastado no disponer de ese narcótico hedonista para que el  sufrimiento provocado por la recesión no haya encontrado defensa cultural alguna a la que acogerse. Quienes fueron ejercitados en la práctica de la indolencia intelectual, de la adoración a la técnica, del desprecio por la trascendencia, de la irrelevancia de la moral, del relativismo y de una transgresión que tomaban por libertad,  han caído de bruces en una inmensa soledad en la  que se han descubierto como seres desnudos, desprovistos de toda fe, de toda identidad, de todo lenguaje con el que entender el mundo.

 

Son ahora víctimas de extremismos aduladores, de demagogias infantiles, de torvos resentimientos y de temerarias utopías nacionalistas. Nadie parece explicarles que la injusticia social, que la corrupción y que la tremenda anomia en que se encuentran es el fruto de una pérdida esencial. Hubo un momento en que Occidente mató a Dios, hace cien años. Ahora venimos de un ritual reciente, del cruce entre dos siglos, en el que se ha extirpado todo cuanto concernía al cristianismo fundacional, indispensable en nuestra manera de comprender el mundo del que España forma parte. Esta es la perspectiva desde la que podemos empezar a pensar de nuevo las cosas. Este es el lugar desde el que puede arrancar la reconquista de lo que fue nuestro. Este es el espacio moral en el que deberíamos iniciar una larga y dolorosa tarea de reconstrucción. No desde una dogmática integrista. Ni siquiera desde la exigencia de una fe personal. Sino desde la petición de que todo el humanismo que se ha vertebrado con la tradición católica vuelva a ser esa referencia cultural que compartimos, que nos define, que nos ofrece la edad de una cultura y la madurez de una civilización.

 

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