Los nacionalismos fragmentarios precisan reescribir la historia para adaptarla a su discurso, para legitimar su postura y sus aspiraciones. Lleva siendo así hace más de cien años y alguna de esas falsificaciones ha alcanzado cierto predicamento. Los embustes históricos, que si un día se intentaban colocar sibilinamente a través de los libros de textos, hoy se producen de manera industrial. Tal es el caso del llamado Institut de Nova Història –acertadísimo nombre, por cierto–, cuyos últimos estudios han descubierto que la epopeya americana fue en realidad cosas de catalanes, que Miguel de Cervantes era en realidad Miquel Servent y la edición del Quijote que conocemos no es sino «una mala traducción del catalán», que los castellanos usurparon a Hernán –Ferrán– Cortés su auténtica nacionalidad o, incluso, que Santa Teresa era en realidad la abadesa del Monasterio de Pedralbes.
El caudal de patrañas, embustes y tergiversaciones al que ha sido sometido el pueblo catalán ha logrado crear hoy una sociedad a imagen y semejanza del ideario nacionalista. El propio líder de la Lliga Catalanista Francesc Cambó confesaba que su «propaganda se dirigía principalmente a deprimir el Estado español y a exaltar las virtudes de la Cataluña pasada, presente y futura». Prat de la Riba iba un poco más allá en la honestidad de su estrategia: «Tanto como exageramos la apología de lo nuestro, rebajamos y menospreciamos todo lo castellano, a tuertas y a derechas, sin medida».
Lo cierto es que al principio los esfuerzos por desvincular a Cataluña del resto de España tuvieron escaso éxito: según confesaban los primeros catalanistas «(a principios de siglo) éramos muy pocos. Cuatro gatos. En cada comarca había aproximadamente un catalanista; era generalmente un hombre distinguido que tenía fama de chalado». Cien años y muchos embustes después esos «chalados», ya encaramados al Gobierno de la Generalitat, proclaman que tal día como hoy hace 299 años «el Estado catalán perdió su independencia». La mentira ha alcanzado carácter totémico y ya no admite discusión alguna. Cataluña perdió su independencia el 11 de septiembre de 1714. Cabe deducir, por tanto, que para que la sociedad acabe por asumir como reales los nuevos «descubrimientos» de la Nova Història tan solo hará falta algo de tiempo y, eso sí, ingentes sumas de dinero que alimenten la gigantesca maquinaria propagandista.
Si hemos de ser honrados con el pasado, lo ocurrido hace tres siglos fue lo siguiente. Año 1700: Carlos II, el último rey de la dinastía habsbúrgica, llamado el Hechizado, muere sin descendencia, nombrando como sucesor al trono de España al Borbón y nieto del Rey de Francia Felipe de Anjou, futuro Felipe V. Un rey «demente» y que «olía muy mal», según Albert Sánchez-Pinyol, autor del superventas Victus, el libro que leyó Rajoy durante sus vacaciones; Pinyol, por cierto, se mostraba convencido de que habría sido del gusto del presidente: «Al fin y al cabo, ganan los suyos».
Pero volvamos a lo ocurrido a principios del XVIII. Inglaterra, Austria y Holanda, resistiéndose a ver roto el equilibrio de fuerzas en el continente, proclaman su propio candidato al trono español –Carlos de Austria–, desatando la que dio en llamarse Guerra de Sucesión española; una guerra a la vez civil e internacional. Cada candidato representaba una concepción diferente de gobierno. Carlos de Austria personificaba el antiguo modelo foralista. Felipe V representaba un modelo más centralista, típicamente francés, que pretendía unificar jurídica y administrativamente el territorio. En términos generales, la España castellana apoyó al candidato borbónico, y la España del viejo Reino de Aragón, al austracista. Pero no fueron ni mucho menos bloques homogéneos, hubo excepciones: el Valle de Arán , las comarcas catalanas del interior, buena parte de Castellón y Alicante, el interior de la provincia de Valencia, las comarcas aragonesas de Tarazona y Calatayud. Todas ellas combatieron por el aspirante Borbón. Madrid, Toledo y Alcalá, por ejemplo, se mostraron partidarias del Archiduque Carlos.
Como es sabido –y al menos en esto aún nadie se ha inventado otra cosa–, Felipe V gana la Guerra de Sucesión y es proclamado Rey. Barcelona fue el último foco de resistencia que capitulará, a manos del ejército borbónico –integrado, como es natural, también por catalanes–, el 11 de septiembre de 1714. Y aún en los días previos a la rendición circulaba por Barcelona el bando de Rafael de Casanova que animaba a los catalanes a «salvar la libertad del Principado y de toda España; evitar la esclavitud que espera a los catalanes y al resto de los españoles bajo el dominio francés; derramar la sangre gloriosamente por el rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España». Hoy, sin embargo, la figura de Rafael de Casanova ha sido retorcida hasta transformar al personaje en un caudillo separatista. En el vídeo de la Fundación Denaes que ha circulado masivamente estos días por las redes sociales, Pilar de Casanova, descendiente directa del conseller en cap, reconoce su espanto por lo que considera una «burda manipulación histórica». Y añade: «Rafael de Casanova era un patriota español, toda mi familia defendió siempre la unidad de España. Él estaría horrorizado de lo que han hecho con su figura».