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Fundación Villacisneros

17 diciembre 2013

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Cuando me preguntan mi opinión por la situación de crisis institucional en España a finales de 2013 suelo responder parafraseando una frase que el presidente Rajoy ha hecho famosa en relación con el escándalo de la contabilidad B de su partido “en las instituciones todo es de mentira... salvo alguna cosa”. En particular, me refiero a las instituciones que debieran proteger nuestros derechos y libertades, velar por la separación de poderes, el cumplimiento de la Ley, impedir los abusos y arbitrariedades y en definitiva controlar al poder, ya sea económico o/y político.

Cuando me preguntan mi opinión por la situación de crisis institucional en España a finales de 2013 suelo responder parafraseando una frase que el presidente Rajoy ha hecho famosa en relación con el escándalo de la contabilidad B de su partido “en las instituciones todo es de mentira… salvo alguna cosa”. En particular, me refiero a las instituciones que debieran proteger nuestros derechos y libertades, velar por la separación de poderes, el cumplimiento de la Ley, impedir los abusos y arbitrariedades y en definitiva controlar al poder, ya sea económico o/y político.

Mientras que unas van camino de consagrar la arbitrariedad como forma de funcionar internamente -veáse la crisis en la AEAT como último botón de muestra- otras están instaladas en el incumplimiento de la Ley o en el puro y simple despropósito -las instituciones catalanas se llevan la palma, aunque las de otras Comunidades Autónomas como Valencia y Andalucía no les van a la zaga- y otras, la mayoría, van camino de la irrelevancia, dado que no sirven para lo que se supone que deberían de servir, aunque permiten colocar altos cargos y pagar miles de nóminas a cargo del contribuyente.

Probablemente por esa razón se percibe últimamente un cierto recelo frente a los ciudadanos, lo que se traduce en una creciente endogamia en los actos que organizan, ya se trate de tomas de posesión, foros, seminarios, premios o cualquier otro de los que tienen llena la agenda. Por ejemplo, el último grito en eventos institucionales es la “responsabilidad social corporativa” de las instituciones y administraciones públicas, dado que al parecer -esto lo he oído en uno de esos eventos- a los ciudadanos “ya no les basta con que cumplamos con los intereses generales” por lo que hay que perseguir metas más ambiciosas, como las que sugiere el mágico acrónimo RSC. Sinceramente, yo creo que a los ciudadanos vaya si nos bastaría con que las instituciones cumplieran con sus fines, es más, hasta les estaríamos agradecidísimos y eso que servir con objetividad los intereses generales definidos para cada institución en las leyes es precisamente para lo que se suponen que están.

Porque la causa del presente desastre institucional no proviene tanto de un mal diseño institucional (casi todas nuestras instituciones, con alguna excepción como el CGPJ, están copiadas de las Constituciones de otros países con democracias avanzadas, ya se trate del Tribunal Constitucional, del Defensor del Pueblo, del Tribunal de Cuentas, del Poder Judicial o de la AEAT), sino de su colonización y ocupación por los partidos políticos estatales, así como de su multiplicación en clones regionales que facilitan y agravan aún más su colonización por los partidos políticos regionales y locales.

Esta ocupación de las instituciones de la que empezamos a ser muy conscientes, quizá porque a estas alturas ya se están perdiendo las formas (como demuestran los nombramientos de los vocales del último CGPJ en el que se ha sustituido el reparto de vocalías por familias ideológicas por el reparto de vocales por familias a secas), ha sido posible también por la colaboración activa o pasiva de los que trabajaban en ellas y también, por qué no decirlo, por el desinterés de los ciudadanos. Muchas veces, lo que ha ocurrido sencillamente es que tanto funcionarios como ciudadanos han dado por sentado que una democracia con elecciones periódicas garantizaba por sí sola unas buenas instituciones. Que los políticos de turno iban a respetarlas sin que nadie se lo exigiera ni dentro ni fuera de ellas. Y las cosas lamentablemente no funcionan aquí, ni en España ni en ningún otro sitio.

Quizá por ser una democracia tan joven y sobre todo una sociedad con tan poca experiencia democrática, no hemos caído en la cuenta de que para que las instituciones se sostengan hace falta algo más que un conjunto de normas, por un lado, y otro de probos funcionarios o empleados públicos por otro. Lo mismo que una democracia digna de tal nombre no se reduce a votar cada cuatro años (de ésas hay varias en el Africa subsahariana) las instituciones no se reducen a realizar tareas burocráticas que nada tienen que ver con su fin último. El fin de las instituciones, su auténtica razón de ser, que son los intereses generales de los ciudadanos para cuyo servicio fueron creadas y que se concretan en las leyes que las regulan nunca se puede perder de vista, ni por sus trabajadores ni por los que las dirigen. Así la finalidad institucional de la Fiscalía es perseguir los delitos y hacer respetar el Estado de Derecho, la de la AEAT, gestionar nuestros impuestos y garantizar el cumplimiento de las lleyes fiscales respetando los principios de igualdad, generalidad y capacidad contributiva, la del CGPJ es garantizar la independencia de jueces y tribunales, la del Tribunal de Cuentas es el control de las cuentas públicas, etc., etc.

Si este fin y el espíritu de servicio público que exige su cumplimiento se desvanece o se prostituye la institución se debilita y se convierte en una cáscara vacía, por muchos edificios, empleados, escudos y coches oficiales que tenga. Los mejores trabajadores (en el sentido de más leales a los fines de la institución) la abandonarán activa o pasivamente, dejando el campo libre a los más venales o más acomodaticios, con lo que se consumará el desastre. Y los ciudadanos se preguntarán, con todo derecho, para qué les sirve un Tribunal de Cuentas que no controla las cuentas de nadie o un CGPJ que no ampara la independencia del Poder Judicial.

Y claro está, si ni siquiera en épocas de tranquilidad está asegurado que los fines de las instituciones coincidan necesariamente con los intereses del partido que en cada momento gobierna, qué decir en épocas extraordinarias como la que estamos viviendo. De hecho, en estos momentos puede llegar a ocurrir que los fines institucionales y los intereses de los partidos sean incompatibles, como ocurre con la investigación de los casos de corrupción que les afectan. Si por intereses del partido o de personas poderosas e influyentes (pertenezcan o no al partido) se manipula y se retuerce una institución para que no cumpla sus fines, se la priva de su razón de ser y se la deslegitima a los ojos de la ciudadanía. Si además se la convierte en brazo armado del partido de turno, o de todos los partidos que juegan a repartírsela, los resultados pueden ser todavía peores. Y si creen que exagero, piensen cuantos de los actuales escándalos de corrupción han sido descubiertos por las múltiples instituciones de control que hay en nuestro país o cuantas veces pequeños partidos o asociaciones ciudadanas están teniendo que suplir la inactividad de instituciones supuestamente encargadas de velar por el cumplimiento de la Ley.

No solo eso, es que además estas instituciones están dotadas de un enorme poder jurídico frente a los ciudadanos de a pie, reflejo de una concepción política propia del siglo XIX, según la cual si las instituciones están para defender intereses generales frente a los intereses particulares de los ciudadanos, hay que proteger sus decisiones y actos a través de una serie de prerrogativas jurídicas. Por eso sus actos tienen “presunción de legalidad” y son inmediatamente ejecutivos, es decir, se presume que son conformes a Derecho y tienen que cumplirse inmediatamente salvo que se consiga demostrar lo contrario, para lo que hay que acudir a la vía especializada para resolver conflictos con la Administración, que es la contencioso-administrativa. Y ahí la Administración juega en terreno propio. No sólo eso, para llegar hay que “agotar la vía administrativa” es decir, recurrir primero ante la propia institución y tener un “interés legítimo” en el asunto.

Es importante subrayar que la idea de que los gestores públicos conocen mejor que la sociedad a la que sirven cuáles son los intereses generales, porque están más cualificados y son más neutrales y objetivos, es la justificación última de la existencia de estos privilegios. Si eso ya no es así y los partidos ocupan las instituciones en provecho propio (ya sea el del partido o el de personas físicas y jurídicas concreta), resulta un modelo muy peligroso para nuestros derechos y libertades. Por tanto, urge liberar nuestras instituciones del control partitocrático y devolvérselas a los ciudadanos. En esto estamos.

 

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