Hace unos días tuve la oportunidad de coincidir con un conjunto de expertos (sociólogos, politólogos, juristas, economistas, historiadores, diplomáticos, periodistas, empresarios e incluso psicólogos) en el curso que con el nombre Anatomía del procés se celebró en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. El nivel del curso y la atención que despertó en la audiencia fue altísimo, y no es para menos. Probablemente -como dijo Manuel Valls, también presente en el seminario- en Cataluña nos jugamos muchas cosas a la vez: el futuro de la democracia liberal (o de la única democracia conocida hasta ahora salvando el breve experimento de la Atenas del siglo V antes de Cristo), el del Estado de derecho y hasta el del proyecto europeo. Nos jugamos la modernidad, en suma. Por eso es un fenómeno tan fascinante desde un punto de vista intelectual y moral. Pero, sobre todo, no hay que olvidar a las personas concretas que sufren día a día la ruptura de la convivencia en Cataluña, más acusada en los núcleos de población pequeños y cerrados pero que se va extendiendo también a las grandes ciudades. Muchos de los ponentes catalanes de Santander contaban historias no muy diferentes de las que hemos oído o leído acerca de otros países donde se ha producido una fractura civil: se extiende la espiral del silencio, se señala al que no piensa igual y las instituciones ya no protegen a una parte muy importante de la ciudadanía. Son instituciones de parte, solo de y para los independentistas.
Conviene recordarlo después de los acontecimientos de los últimos días, la reunión entre el presidente del Gobierno y el presidente de la Generalitat, y la decisión del Tribunal alemán de Sleschwig-Holstein sobre la extradición de Puigdemont y de su torticera utilización por parte del Gobierno de la Generalitat. Como es lógico, esta decisión no supone nada parecido a una convalidación de las tesis independentistas de los “presos políticos” ni una deslegitimación de la instrucción del juez español ni mucho menos una “humillación” de los españoles en su conjunto. Los juristas sabemos que los jueces discrepan muchas veces y que las decisiones contradictorias abundan. El Estado de derecho tiene sus mecanismos para resolver esos problemas, incluso en el caso de la euroorden, aunque son un poco más complejos que los del Derecho nacional.
Es cierto que las instituciones españolas también han sido tradicionalmente ocupadas por los partidos políticos de turno, lo que ha supuesto un grado de politización importante con las consiguientes ineficiencias. Contar con instituciones neutrales y profesionales es un requisito fundamental de un Estado democrático moderno y una garantía muy importante para la economía de mercado. La profesionalización de la función pública tiene precisamente ese objetivo; los funcionarios sirven con objetividad los intereses generales, que son los de todos los ciudadanos, y que no pueden confundirse con los intereses de un partido. Claro que, en la práctica, hay zonas grises máxime cuando hay demasiados funcionarios que entran en política y cuando las carreras funcionariales dependen más del favor político que del mérito y la capacidad. Pero en Cataluña la ocupación institucional es absoluta y total -quizás porque siempre mandan los mismos-, lo que representa un salto cualitativo, en la medida en que se presupone que la mitad de los catalanes sencillamente no tienen derecho a sus propias instituciones.
Efectivamente, en otras partes de España no es posible la imagen de funcionarios del Estado recibiendo en la puerta de un edificio público a su nuevo ministro del PSOE, agitando banderines con las siglas del partido. O el logo del PP luciendo en la fachada de una Diputación o de una Consejería de Castilla y León. En Cataluña sí es posible. Algo parecido cabe decir de los medios de comunicación públicos; es cierto que a los partidos políticos les cuesta mucho renunciar a controlarlos y ahí tenemos el último ejemplo en RTVE. Ya sabemos que el camino hacia la neutralidad institucional es largo y tortuoso. Pero al menos hay una demanda creciente de neutralidad tanto por parte de los trabajadores como de la ciudadanía. Y es que no es razonable pagar con el dinero de todos las instituciones de unos cuantos. Pero la ocupación de TV3 no se ha discutido hasta hace relativamente poco y solo se empieza a hacer muy tímidamente. Lo mismo cabe decir de todas y cada una de las instituciones catalanas, desde el Síndic de Greuges hasta el Parlament.
El problema que subyace es sencillamente la resistencia a reconocer contrapesos o check and balances (que en democracia son consustanciales al ejercicio de poder) por parte de unas élites muy acostumbradas a hacer y a deshacer a su antojo desde hace muchos años. Como decía Montesquieu, es sabido desde siempre que todo hombre con poder tiende a abusar de él. Con el agravante de que en una sociedad relativamente pequeña, como es la catalana, este ejercicio del poder político prácticamente sin cortapisas y sin rendición de cuentas puede volverse muy asfixiante si se extiende, como ha ocurrido, a prácticamente todos los ámbitos de la vida -económico, cultural y social- y se impulsa desde las instituciones y con dinero público. El que este ejercicio prácticamente incontrolado del poder político (y en gran parte económico y social) se hiciera en clave nacionalista facilitaba que cualquier tipo de oposición se tachase de “anticatalana”, lo que coloca en una posición muy incómoda a los ciudadanos que pedían más profesionalidad, más transparencia, menos corrupción y menos impunidad.
Durante muchos años el discurso ideológico dominante prometía que la cesión de este enorme poder Cataluña a sus élites tradicionales era lo que aseguraba la inclusión y el progreso económico y social de todos los ciudadanos, tanto de los catalanes de origen, es decir, descendientes de padre y madre catalanes que tenían el catalán como lengua materna, como de los catalanes de residencia, es decir, los descendientes de los inmigrantes de otras regiones españolas cuya lengua materna era el español. Indudablemente el segundo grupo contaba, al menos inicialmente, con menos recursos económicos y educativos que el primero, y además se movilizaba mucho menos en las elecciones autonómicas. El abandono por parte de las instituciones españoles del espacio público en Cataluña gracias a una serie de pactos con los nacionalistas catalanes para asegurarse la mayoría en el Parlamento nacional completó el panorama.
Este es el discurso y este es el modelo que ha enterrado el procés definitivamente. La exclusión del poder político, social y económico que sufría una buena parte de los catalanes no nacionalistas se ha manifestado de forma muy evidente, lo mismo que el componente xenófobo e identitario del independentismo. En ese sentido, la elección del presidente Torra visibiliza perfectamente esa ruptura. En definitiva, lo que estamos viendo en el independentismo es la nostalgia por un pasado donde el sol poble -o, para ser más exactos, sus élites- hacían y deshacían sin que nadie protestase demasiado y menos que nadie los catalanes venidos de fuera. En ese sentido, la añoranza de una pequeña patria identitaria recuerda a la de los brexiteers por el imperio perdido o a la de los votantes de Trump por una América fuerte, masculina y blanca. Nada de eso va a volver porque la historia avanza en una dirección distinta. Afortunadamente, la nueva sociedad catalana es más abierta y más diversa y los catalanes de diversas procedencias reclaman el espacio político que les corresponde. En eso, al menos, el nacionalismo sí ha tenido éxito aunque quizás no de la forma en que lo imaginó.
El problema, claro está, es que el hecho de que el pasado no pueda volver no garantiza que el futuro vaya a ser mejor. En sociedades diversas, plurales y abiertas como son ya las nuestras en Occidente, la única forma de resolver los conflictos entre ciudadanos que consideran -sin muchas razones objetivas, para qué nos vamos a engañar- que tienen pocas cosas en común es a través de los mecanismos de las viejas democracias liberales, más necesarios hoy que nunca. Si una comunidad intenta imponer su voluntad a la otra (y más, si como ocurre en Cataluña, las dos representan más o menos la mitad de la población) la única posibilidad de hacerlo es recurriendo al modelo de las llamadas democracia iliberales eufemismo para referirnos a autocracias con elecciones, del tipo de Hungría, Turquía, Polonia y otros discípulos aventajados. En estos modelos la pluralidad y la diversidad real de sus sociedades tienen que ser eliminadas o, al menos, silenciadas porque no se ajustan al modelo ideal que les gustaría a sus gobernantes. Cabría también renunciar a la imposición de las preferencias de una comunidad sobre la otra y optar por el modelo de dos comunidades diferenciadas cada una con sus propias instituciones al que tienden -más o menos explícitamente- países como Bélgica.
Lo que está claro es que cualquiera de esos dos modelos es infinitamente peor que el que todavía tenemos hoy en unos cuantos países afortunados, incluida España. Nuestras democracias y las instituciones que las acompañan pueden ser imperfectas y mejorables pero son también enormemente valiosas. Representan la mejor fórmula que los seres humanos hemos podido diseñar para no confundir los errores intelectuales con errores morales ni a los adversarios políticos con los enemigos. Y es que, parafraseando a David Rieff, siempre será preferible una diversidad desmoralizadora que una falsedad unificadora.