Frente al féretro de Ana María Vidal-Abarca cubierto con la bandera de España, su familia escuchaba emocionada el Ave Maria de Schubert. Entre sollozos despedían a una mujer impresionante. Junto a su profunda tristeza, el orgullo de haber querido a una persona admirable que en el funeral de su marido, Jesús Ignacio Velasco Zuazola, asesinado por la banda terrorista ETA el 10 de enero de 1980, tomó la palabra para proclamar un sentido «¡Viva a España!». Velasco era el jefe de la Policía Foral de Álava y comandante del arma de Caballería. Ana María había nacido en Vitoria en 1938, ciudad en la que también nació su marido en 1933. Allí nacieron también sus cuatro hijas, dos de las cuales presenciaron el asesinato a sangre fría de su padre y, como recogieron los periódicos de la época, «la cara de rabia» del asesino. A lo largo de toda su vida, esta ejemplar vasca ha respondido al odio y a la cobardía del terrorista con dignidad y valentía. Mientras las familias de los asesinos amparaban, alentaban o escondían el fanatismo, las víctimas como Ana María resistían al miedo y al terror con heroicidad y generosidad, como reflejaba ella misma en una entrevista en 2004: «Es una herida que tienes para siempre, y con la que tienes que convivir. De lo malo hay que procurar sacar lo bueno. Y ese es mi consuelo, unido al no pensar en ti y que tu experiencia puede servir a otras personas, a otras víctimas, en ayudarles moralmente, en la convivencia, en la relación entre las propias víctimas». Esa fue la filosofía que le llevó a formar en 1981 la Asociación de Víctimas del Terrorismo. Inició así un duro camino para dotar de visibilidad a las víctimas y restituir algunas de sus necesidades. Lentamente, gracias a su arduo trabajo y al de otras víctimas, estas vieron reconocida por la democracia algunas de sus reivindicaciones. No todas, desgraciadamente, pues imprescindibles reclamaciones como la memoria, la dignidad y la justicia no han sido plenamente satisfechas por un Estado que debe honrarse de contar con ciudadanos como Ana María y avergonzarse de no haber estado siempre a su altura. El libro ‘Los agujeros del sistema’ de Juanfer Calderín, recientemente publicado por Covite, recoge su testimonio:
«En mi propia familia hemos sufrido los devastadores efectos de las negligencias judiciales que han tenido como consecuencia que el autor material del asesinato de mi marido no fuese procesado a pesar de que incluso existe un escrito de acusación del fiscal, y que uno de los individuos que participó no fuese juzgado porque no se pidió a tiempo su extradición a Francia. Nuestro estupor y dolor al comprobar que el Estado de Derecho nos ha fallado estrepitosamente es el mismo que el de cientos de familias que muchos años después siguen esperando una investigación que aclare la verdad, una detención, un juicio o una condena que probablemente no llegarán nunca».
Debe recordarse el dolor de una mujer que tanto ha entregado por su país y que tan merecidos reconocimientos ha recibido en su vida y muerte. Así debe ser para honrar verdaderamente su memoria, la de una luchadora incansable contra las injusticias que el terrorismo etarra ha provocado en una sociedad como la vasca en la que tristemente hoy se ha normalizado la presencia en las instituciones democráticas de quienes todavía legitiman la violencia con el fin de imponer un proyecto político nacionalista. El verdadero homenaje a Ana María exige levantar la bandera que durante años han defendido tanto ella como sus hijas. En un artículo publicado en 2013, así respondía la mayor de ellas, Ana, a la enésima declaración de destacados dirigentes políticos transmitiendo «su afecto, cariño y solidaridad» a las víctimas: «Un afecto, cariño y solidaridad que sitúan a las víctimas como objeto de compasión, como seres merecedores de lástima y conmiseración, pero desprovistos de la simbología esencial que representan: la sociedad española atacada brutalmente durante décadas para imponer un proyecto político que pretende separar el País Vasco del resto de España, aniquilando o sometiendo al discrepante. Todas y cada una de las víctimas de ETA han sido asesinadas para lograr ese propósito. Por eso, el afecto, el cariño y la solidaridad suenan a desistimiento, a arrinconamiento, a renuncia, a abandono de las reivindicaciones y de la concepción de las víctimas como referente ético y de resistencia colectiva de los españoles ante la intimidación del terrorismo. Ese cariño es una claudicación, una declaración de intenciones –o de no intenciones–; es la constatación del pago del precio por una paz incierta e indigna. Sólo el cariño no es suficiente, es incluso ofensivo». Dignidad, integridad, honradez, humildad, fortaleza, valentía, son todos ellos valores de un referente humano como Ana María que tan justos elogios ha recibido. Una vasca que sacó adelante a su familia frente a la adversidad cruel y cuya trayectoria vital deslegitima a los fanáticos que han asesinado para imponer con el terror sus objetivos políticos nacionalistas. Por ello, rendirle el debido tributo exige depurar las responsabilidades penales y políticas de quienes han justificado y justifican el asesinato de su marido y de cientos de españoles, rendir cuentas ante la democracia y ante sus víctimas. Mientras no se haga así, los necesarios homenajes a mujeres excepcionales como ella resultarán insuficientes, pues transaccionan meras declaraciones de afecto a cambio de derechos irrenunciables como verdad, memoria, dignidad y justicia. Al recordar la serenidad de su modélica firmeza en la defensa de los valores democráticos, su sonrisa imborrable incluso cuando la enfermad le golpeaba, emerge el contraste entre su grandeza y las carencias de un Estado que no ha sido capaz de alcanzar la altura moral, política y cívica de una mujer como Ana María.